Tribuna

La mascarilla como nuevo rostro de la humanidad

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Claramente, las mascarillas, los termómetros, el gel para saludar, el metro de distancia y todas las normas de higiene dadas por la autoridad son parte obligatoria de la nueva realidad. La llamada “distancia social” que impide el contacto físico, el saludo, el abrazo, el contemplar un rostro completo o la proximidad son duelos muy fuertes que debemos aceptar. Lamentablemente, todos se han convertido en eventuales enemigos, portadores del virus invisible que acecha sin piedad. Ricos y pobres, blancos y de color, políticos y votantes, trabajadores de la salud y enfermos, de oriente y de occidente, mujeres y hombres pueden verse contagiados sin distinción alguna y pueden percibir el temor que provocan en los demás, aunque tengan todo en su historia para ser los más populares.



Todos nos hemos vuelto “posibles leprosos” y andamos con nuestras mascarillas puestas para avisarles a los demás de nuestra posible “enfermedad”. Sin embargo, las “mascarillas” de distancia social han existido siempre, solo que ahora se han hecho visibles. Así pues, tenemos una gran oportunidad de acortar todas las desconfianzas y prejuicios que no nos permiten percatarnos de nuestra hermandad y de que nos necesitamos unos a otros para vivir felices y en abundancia sin discriminar a nadie por ninguna causal.

Discriminaciones que se cruzan

La interseccionalidad es un enfoque que plantea que todos los tipos de discriminación étnica, política, de género o sociales no operan en forma aislada, sino que se cruzan –intersectan– y se suman en su fuerza de daño hacia la víctima de toda esa opresión o abuso. Si bien la evolución de la sociedad ha ido de menos a más, reparando abusos y discriminaciones, aún persisten miles de discriminaciones sumadas que nos distancian a unos de otros y que nos hacen atrincherarnos en vez de enriquecernos en la diversidad.

Las mascarillas, como signo de separación y la condición de sano o contagiado, son solo la gota que rebalsó un vaso a punto de reventarse de individualismo y separación que nos iba a matar. Ahora que somos todos iguales de “peligrosos” y vulnerables, por primera vez en la historia de la humanidad tenemos una oportunidad de reconocernos como hermanos y dejar las diferencias atrás.

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Un tiempo nuevo

Sé que es un planteamiento ingenuamente optimista para muchos y quizás tienen razón al contrastarlo con la realidad, pero todo nuevo paradigma siempre partió después de una gran crisis, y de ella puede surgir lo peor o lo mejor. Yo apuesto por una inmensa mayoría que quiere acabar con la violencia, que quiere vivir en paz, quiere terminar con la separación y estaría abierta a perdonar las heridas o abusos que ha recibido, porque nadie ha estado libre de pecar en esta dimensión y es la esperanza de la que nos podemos tomar.

Que, lejos de seguir sumando más hilos tóxicos de discriminación y deshumanización con un virus o cualquier otra diferencia, la globalidad de la crisis nos permita construir una nueva sociedad más fraterna, equitativa, justa y rica a partir de la diversidad.

Símbolo de la distancia social

Si tomamos literalmente la mascarilla como símbolo de la distancia social, podemos identificar muchos efectos colaterales muy lamentables y que nos llevan una vez más al reflejo más profundo de lo que veníamos viviendo como sociedad.

  • No sabemos identificar claramente quién es el otro y que, por lo mismo, se vuelve sospechoso, misterioso y/o francamente peligroso, lo que no nos permite relacionarnos con libertad, sino a la defensiva; no abrimos el corazón y la desconfianza se instala como un muro de contención.
  • No nos deja respirar bien: Si esto ocurre a nivel literal con las mascarillas, cuán ahogados veníamos de aparentar “felicidad”, “éxito” y “positividad” cuando no siempre era ese nuestro estado real.
  • La mascarilla en general tiene corta vida: tarde o temprano, se tiene que desechar, ya que su filtro deja de ser eficaz, o bien hay que lavarla para su continuidad. Bueno, lo mismo nos venía sucediendo con la sociedad del rendimiento actual. La multiplicidad de identidades que debíamos asumir para hacer y rendir más nos estaba dejando solos desechando nuestra originalidad con el costo psico-espiritual que eso conlleva. Nos habíamos vueltos seres desechables, con vínculos desechables y creyendo erróneamente que reinventarse o “lavarse” era suficiente para continuar.
  • Las mascarillas nos hacen sentir en una guerra y en una ciudad muerta: ni en la peor película de zombis fuimos capaces de predecir nuestras calles vacías, los restaurantes y locales de comida agonizando, las personas encerradas y los ciudadanos protegidos como alienígenas. El consumo y el positivismo ilimitado de poder hacer todo era un buen disfraz, pero el escenario ya estaba a punto de explotar, y esta puede ser la última salida que podamos encontrar.
  • Las mascarillas comienzan a marcar el rostro: sus elásticos, su material, su roce comienzan a hacer daño y a causar molestias en la cara, pero no solo a nivel literal. Si extendemos el falsear quiénes somos, el no poder ver al otro, se va hiriendo nuestro vínculo con nosotros mismos (que cae fácilmente en la soledad) y con los demás porque no sabemos cómo confiar.

El lado amable

Sin embargo, las mascarillas fueron hechas y ordenadas a usar, no para causarnos molestias, sino para protegernos y prevenirnos de la enfermedad. Veamos a continuación el lado amable que nos puede mostrar esta prenda y la situación actual.

La mascarilla como un cuidado a la comunidad: una de las virtudes más loables es que nos ha hecho salir de una lógica individualista para cuidarnos entre todos y aportar el pequeño grano de arena a la salud general. Hasta antes de la pandemia, no teníamos inserto en nuestro paradigma el restarse de algo, molestarse, renunciar a un beneficio por un bien común. Todo esfuerzo y sacrificio solo era soportable para obtener más beneficios o ganancias; en cambio, aquí, en forma obligada y/o voluntaria, enfermos y sanos usan mascarillas y mantienen la distancia social para cuidarse. Estos pequeños gestos nos hablan de un lado B de todo esto que también podemos rescatar:

  • La mascarilla para no contaminar al resto: además de lo literal, puedo guardar mis propias toxinas emocionales y circunstanciales (como un fracaso, un rencor, una tristeza o cualquier adversidad) de los demás y tratar de cuidarlos de mi mala “onda” hasta que haya pasado y ya pueda compartir mi salud mental.
  • La mascarilla para no contaminarme de los demás: si los demás están con coronavirus o cualquier otra enfermedad del cuerpo o del alma, también tengo el deber y el derecho de cuidarme y poner límites físicos y/o psicológicos para no dejar que me enfermen.
  • La equidad de la condición: esa vulnerabilidad y fragilidad compartida nos dan la posibilidad de mirarnos como los hermanos que somos y dejar atrás las diferencias superficiales que nos separaban antes de esta pandemia mundial.
  • La distancia social nos obliga a acercarnos de verdad: el no poder acercarnos, no ver los rostros descubiertos, no poder abrazar, nos ha obligado a desarrollar modos novedosos, profundos y efectivos de comunicar el amor y el cuidado que nos debemos tener, dejando atrás los clichés de la obviedad y/o el consumo como modo de relacionarnos.
  • Si las mascarillas son el nuevo rostro de la humanidad, ojalá le podamos dibujar una sonrisa literal y metafóricamente hablando para regalar optimismo y esperanza a todos los que nos vean y a la humanidad. Necesitamos elevar nuestro pensamientos y frecuencia energética para que salga lo mejor de cada uno y podamos construir un mundo mucho más respetuoso y sin prejuicios, porque todos somos hermanos, vamos en el mismo barco y nos necesitamos todos para llegar a puerto.