Tribuna

La Cruz y yo

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A veces, al recordar o al hacer una lectura orante de las citas bíblicas que anuncian la radicalidad ante el seguimiento a Jesús, podemos preguntarnos: ¿cuál es mi cruz hoy? [1]



Claro que hay quienes la llevan colgando de su espalda a fuerza de cruzar los brazos cuando el hambre viene o cuando asoma la injustificada muerte en su familia a causa de violencias sociales o en tantas otras situaciones de pobreza e indigencia. Y también están quienes ni siquiera se preguntan por indiferencia, negación o temor.

Pasa que, cuando todo parece estar en orden, tranquilo, amesetado, en estado de equilibrio medio ambiental con el entorno, sin demasiados problemas personales a la vista, cuando creemos que ya la conocemos, dejamos de preguntarnos cuál es la cruz que debemos cargar hoy para seguir a Jesús.

Cuesta mirarla de frente cuando se presenta cruda en la enfermedad del propio cuerpo. Cuesta verla cuando mi mente está atormentada y no puedo aceptar mi adicción. Cuando mi voluntad está sesgada por el aturdimiento y los ruidos externos, cuando mis sentimientos están bajo el arbitrio de quienes levantan el dedo para juzgarme, cuando mis emociones las ganaron quienes me dicen lo que debo sentir ante los estímulos digitales.

Cuando mi espíritu no es libre para apreciar mis intuiciones, escuchar lo que la conciencia me habla y entrar en comunión con Jesús, no puedo ver mi cruz, porque esa cruz está puesta desde fuera de mí. Y esa quizá no sea la cruz que hoy debo cargar, o también puede suceder que esa no sea la cruz que me ha sido otorgada para embarcarme en la radicalidad del seguimiento, con toda la exigencia viva y divina de la Cruz, que arde y alimenta a la vez.

Ser cuerpo

Lo aún inimaginable, impensable o indecible para muchos de nosotros es la posibilidad de reconocernos como cuerpos. Esto es multicausal: por aprendizaje, por mandatos y creencias, por morales desabridas, por juzgamiento innecesario de lo que en verdad somos, por prejuicios y verdades que no son las mismas en cada época.

Hablar de corporeidad nos lleva a la posibilidad de pensarnos, aceptarnos y reconocernos integralmente y de manera armoniosa. Solo así, reconociéndonos como cuerpo podremos caminar en alma y en espíritu y amar desde la entraña misericordiosa, como Jesús nos amó.

Hay quienes dicen que el cuerpo habla lo que el alma no puede gritar. Y es verdad. Por eso nos enfermamos. También y de la misma manera, cuando no se puede equilibrar alma y espíritu o se confunden a ambos, se está lejos de poder integrarlo como cuerpo total. A imagen y semejanza.

Ser cuerpo en todas sus dimensiones es agacharme, abajarme, doblar mis rodillas ante otro cuerpo. Tal como lo hacemos ante Jesús Eucaristía. Hacerme nada ante ese que espera que, desde mi propia cruz, pueda ver la suya. Ese cuerpo de otro que está sufriendo, por hambre, por frío, por desnudez en carne y espíritu. Ese cuerpo que padece los dolores de las esclavitudes, de las propias y ajenas violencias, el que lleva las roturas al extremo y se le ven las llagas. Ese cuerpo que llama desde el mismísimo rostro de Cristo y me dice: “llámame por mi nombre!”. Porque la Cruz de cada cuerpo, tiene un nombre.

Ser alma

Dice Nikos Kazantzakis: “Desde mi juventud, mi angustia primera, la fuente de todas mis alegrías y amarguras ha sido ésta: la lucha incesante e implacable entre la carne y el espíritu. Y mi alma es el campo de batalla donde se enfrentaban ambos ejércitos”[2]. Una definición por lo menos valiente.

El ejército del cuerpo y el ejército del espíritu tienen su campo de batalla en el alma, allí donde la mente, las emociones, los sentimientos y la voluntad ─propia de mi estatura humana─ nos juegan buenas y malas pasadas. Y también podemos decir que entre ellas hay grises que nos suelen acomodar las razones.

El alma que está rodeada, esclavizada, atormentada, que hace presunción de prudencia, que se cree el personaje que se inventó para vivir, que se enorgullece ante el vacío de los éxitos o el poder circunstancial, que se emociona con las series livianas de Netflix, que se despierta a sentimientos lacrimógenos por ser fan de cualquier cosa, el alma que no arraiga su voluntad en el camino hacia el equilibrio y la integración con su espíritu, seguirá siendo eso y nada más que eso: un alma vacía y sin paz. Y allí, no está la conciencia.

Ser alma es interpelarme sin descanso y no darle lugar a la mente para que me avasalle. Es buscar nuevamente el porqué de mis caídas. Es darle lugar a la emoción por la verdadera belleza que nos rodea. Es tener la libertad de ir al encuentro de la verdad. Es pararme ante mi voluntad y darle nombre propio a las prioridades, camino a abrir de par en par las puertas de mi espíritu.

Ser espíritu

Dice Raniero Cantalamessa que “uno de los más grandes problemas del mundo de hoy es el de las fuentes de energía, y lo mismo pasa en el campo espiritual, el problema número uno no es saber qué tenemos que hacer, porque lo sabemos, los deberes son conocidos. El problema es tener la fuerza para hacerlo, el problema energético. Y Jesús ha dado una respuesta a esta pregunta de antemano cuando dijo a los apóstoles: “… recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos”. [3]

Nuestro espíritu tiene sed del Espíritu de Dios. Nuestro pequeño habitáculo tiene necesidad de ser en Él.  Es allí donde la conciencia habla en verdad. Donde la comunión nos toma por asalto. Donde la intuición nos hace vibrar alto.

Es tiempo de hambre del Espíritu Santo para llamarlo en espíritu y en verdad. Hambre de salir a buscarlo ahí, en ese lugar donde el amor del Padre y del Hijo cobra cuerpo incesantemente.

Hambre de abrir la puerta sin miedo alguno para recibirlo como brisa suave o como tormenta de fuego que hace arder toda mi vida. Ser espíritu es vivir inmersos en un permanente Pentecostés.

Hay un “sentido” espiritual donde se reside y se habita con la libertad del acontecimiento puro y es la inmensidad del amor que yace en el lecho del madero para dar lugar a la Gloria misma del Cielo.

¿Cuál es mi Cruz?

Huir del ser que soy y cada día está construyéndose, sería evadir la vida misma. No estoy muerta a ninguna de estas dimensiones que soy. Más bien al contrario, las miro y las veo, las recibo y me las apropio “como vienen”, las amo y las explico. Ser quien soy y habitar en esta piel con todo lo que significa. Y darme el lujo de zambullirme en mi pequeñísima trinitariedad más que humana para ir buscando la armonía, los equilibrios que llenan la totalidad de mi vida, aceptando que todo es Gracia.

Adentrarme en la Cruz de Jesús es tarea de titanes. Y mucho más es ver la mía, reconocerla, aceptarla y cargarla al hombro para seguirlo. Ni la que otros me imponen, ni la que yo me invento. La que es a cada paso, en el proceso continuo de mi vida. Y no quiero permitirme ni permitir que cualquier banalidad se interponga entre mi cruz y las caminatas sembradas de Amor definitivo.

Por esto, quiero atreverme y, mirándolo a los ojos, preguntarle a mi Señor cuál es mi cruz hoy. Él, con su infinita paciencia y con la inmensidad de su misericordia, me va mostrando.

Las verdades que se callan, las mentiras conmigo misma, la complicidad con mi ego, la esclavitud del pensamiento, las bajezas de la intolerancia, mis francas debilidades, los descuidos, los ignorados incendios pasionales, el descaro para juzgar sin viga propia, las impaciencias con los otros, las obligaciones que no ejerzo, los deberes que no hago, la complicidad con la injusticia, el pasar de largo, las violencias interiores, los andares que no contribuyen a una paz verdadera, la sordera, el no inclinarme, arrodillarme, hincarme, el no lavar patas sucias, el no besar pies, el no dolerme, las intensas pinceladas del desamor, el no querer dolerme en lo que amo, … La lista sigue.

Y él me mira y se sonríe. Me ama así como soy y me permite verla, aceptarla y decirme: mi cruz soy yo, Señor.

 

[1] Mt 10, 38; Mt 16,24; Lc 9,23; Lc 14,27
[2] La Última Tentación. 1951.
[3] Encuentro Diocesano de Sacerdotes: https://www.youtube.com/watch?v=7ruDulnksUU