Tribuna

Juana de Chantal y Francisco de Sales evangelizaron juntos

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Ella es fuerte, enérgica, “con algo masculino que sorprendería en una mujer”. Él tiene una sensibilidad marcada, es capaz de una gran ternura, pero es “franco” y un maestro en “escrutar las almas”. Ella es tan impaciente como él paciente. “Cuídate”, le dice en una carta en la que además le pide que no se impaciente.



Son dos personajes opuestos, tal y como los define monseñor Emilio Bougad, obispo de Laval, en la historia de la baronesa De Chantal (santa Juana Francisca) y san Francisco de Sales, una pareja célebre de la espiritualidad del siglo XVII y no solo en Francia.

Dentro de esta diversidad natural, surge la chispa de una amistad extraordinaria que durará toda la vida. No solo porque son dos santos, sino porque se convierte en una colaboración entre un hombre y una mujer ligada a una relación de paternidad, filiación y fraternidad de la que nacerá una nueva orden religiosa, la Orden de la Visitación de Santa María.

Una correspondencia excepcional

La historia de esta relación está contenida en los cientos de cartas que Francisco y Juana intercambiaron a lo largo de sus vidas, de las que lamentablemente solo quedan las primeras porque la mayoría fueron destruidas por Juana por prudencia después de la muerte de Francisco, pensando en que sus palabras y pensamientos podrían ser malinterpretados.

Fue una correspondencia excepcional, ante todo, por la profundidad de un intercambio que recoge todos los matices de lo humano, del dolor a la ternura y de la preocupación a la alegría. Con una libertad, incluso audacia, que en un principio puede sorprender.

Hasta que uno se da cuenta de que es fruto de la enseñanza principal en la que el santo instruye a las almas que se encomiendan a él, “la libertad de espíritu”, condición para agradar a Dios. “Que se diga de una vez por todas”, escribe a Juana en una de las primeras cartas en la que confiesa que “sí, Dios me ha dado a vos, me ha dado de una manera única, íntegra, irrevocable”.

La baronesa de Chantal nació en Dijon en 1572, en el seno de una familia de la nobleza borgoñona. Francisco, nacido en 1567 en Saboya, también proviene de una familia noble. Cuando se conocen, Juana tiene 29 años y es viuda desde hace cuatro. Su marido, Cristóbal II, barón de Chantal, murió en un accidente de caza que la dejó viuda con 4 hijos. El mayor tiene cinco años, el menor unos meses.

Quiere un guía espiritual, alguien a quien pueda confiar los tormentos que experimenta. Un día, mientras cabalga, tiene una visión: ve a un hombre que parece un obispo. En su interior una voz le dice que es el guía que le pidió a Dios, pero es un sueño. La imagen vislumbrada en la visión se hace realidad en 1604.

Juana está en Dijon, donde su padre la ha invitado porque sabe que llegará el obispo de Ginebra, Francisco de Sales, de quien tanto se habla. Juana asiste a una de sus homilías de Cuaresma y se queda impresionada. Decide que lo tiene que conocer y lo consigue, pero el obispo está siempre rodeado de gente. Ruega a su hermano, Andrea Fremyot, también sacerdote, que le invite a su casa para hablar con él a solas. Es su primer encuentro y Juana le habla de su angustia.

Cuidar todos los detalles

Francisco vislumbra en ella un alma grande. Decide cuidarla. “Creo que Dios me ha dado a vos, a cada hora estoy más seguro”. El intercambio de cartas comienza entonces y durará toda la vida. Francisco la guía con habilidad, abordando los mil matices psicológicos de su complicada personalidad, pero también lidiando con los detalles de la vida diaria (desde la crianza de los hijos hasta cómo vivir con el suegro malhumorado, o “la regla” de las oraciones).

La pedagogía de Francisco es muy moderna: ver lo esencial y hacer todo con libertad de espíritu. Fuera “los escrúpulos”, “manténgase alejada de la ansiedad”, “haga todo por amor, nada por la fuerza”, no se preocupe por hallar “el gusto” en hacer las cosas, porque el ejercicio de la libertad está en “las cosas que no gustan”. Tiene consejos que adapta a la personalidad de cada uno de los hijos.

No descuida los detalles. Por ejemplo, sugiere que todos duerman solos, en su propia habitación e invita a Juana a “actuar sobre la inteligencia y el alma de sus hijos con acciones suaves, sin brusquedad”. Pero si tiene que regañar, lo hace, tanto a ella como a los hijos.

Afecto y cariño

A medida que pasan los meses y los años, crece la conciencia en ambos de que esta relación es un instrumento de Dios para su santidad. “Dios quiere que me use y no lo dude”, le anima Francisco. Las cartas del obispo están llenas de un afecto explícito.

“Sepa que, desde la primera vez que me manifestó su alma, Dios me dio un gran amor a su espíritu. Y, cuando se manifestó a mí de una manera más particular, se creó un vínculo entre mi alma y la suya. Es un afecto mucho más cercano (…). Pero ahora, queridísima hija, a eso se le ha sumado un nuevo cariño, indefinible, pero que tiene el efecto de una gran dulzura interior que siento cuando le deseo la perfección del amor de Dios”.

La vida no le ahorra otros dolores a Juana como la difícil convivencia con su suegro, la muerte de Juana, la hermana de Francisco, que se había ido a vivir con ella o las preocupaciones por los hijos. Mientras tanto, la baronesa, que hizo sus votos de castidad, madura la idea de dejar el mundo y entrar en un convento. Pero tiene hijos que criar, un padre y un suegro que cuidar.

La perfecta fundadora

Todo parece contrario a este proyecto. Confía a Francisco que no deja de pensarlo. Desde hace algún tiempo le ronda la idea de fundar una nueva orden religiosa femenina para mujeres que físicamente no resistirían a las estrictas reglas de las órdenes existentes. Francisco ve en Juana a la perfecta fundadora.

Su propia vida es la demostración de la inspiración que mueve a Francisco: la idea de que la santidad se puede vivir siempre, en todas partes y en cualquier estado. Esa radicalidad es para todos. Francisco pide paciencia a Juana y ella espera. Siete años después, la situación parece despejarse.

Bernardo, un pariente de Francisco, pide matrimonio a su hija Marie Aimée. El hijo, Celso, está confiado a su abuelo y tiene un tutor para su educación. Pero un nuevo dolor atenaza el alma de Juana, la muerte de Carlota con 10 años por una enfermedad repentina.

Ahora nada impide su proyecto. La hija menor puede ir con ella al convento. Los otros dos hijos están cuidados. En 1610, Juana decide despojarse de todos los bienes en favor de sus hijos y se va a Annecy. Con dos compañeras, Marie-Jaqueline Favre y Carlota de Bréchard, (a las que se une Ana Jacobina Coste), fundan la Orden de la Visitación. Meses más tarde, eran 11.

Una amistad fecunda

El 10 de diciembre de 1622, Juana y Francisco se encuentran por última vez. El 28 de diciembre él muere en Lyon. Ella le sobrevivió diecinueve años. Muere en Moulins el 13 de diciembre de 1641.

“Él me hizo suyo y a vos toda mía para que fuéramos más pura, perfecta y únicamente suyos”, se lee en una de sus últimas cartas. Y es la descripción perfecta de esta amistad, grande y fecunda en uno de los momentos más difíciles de la historia de la Iglesia.

Francisco, santo en 1665, considerado el padre de la espiritualidad moderna y una de las grandes figuras de la Contrarreforma. Juana, santa en 1767, fue una discípula decidida, libre e inteligente que durante su vida fundó 87 casas. Ambos descansan en Annecy, en la iglesia de la Visitación.

*Artículo original publicado en el número de septiembre de 2021 de Donne Chiesa Mondo. Traducción de Vida Nueva

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