Tribuna

Juan del Río, el hombre (el buen pastor) de Estado que se va

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Un hombre de Estado. De los que se visten por los pies. Y por el corazón. Hombre de Estado. No es hoy etiqueta de las que se engancha sin más a una prenda. De las que se acumulan cada vez que no se sabe que decir a quien ostenta cargo. Es el traje a medida que se cosió Juan del Río. Con sus manos. Con su voz. Con su saber hacer. Con su vocación de servicio a la Iglesia. Y a España. El cura que obedeció sin rechistar la encomienda más peliaguda que se puede dar a una mitra. Ser arzobispo castrense. El que acompaña a los militares. El puente invisible con el Gobierno. El enlace con Zarzuela. Misión estratégica de segundo plano que le llevó a guardar más silencios de los que le gustaría a un orador y conversador de cuna. Un envío que privó a Sevilla de una cruz de guía que sí pudo disfrutar Jerez.



Prudencia y discreción que no rompió nunca. Y mira que resultaba goloso de convertir en chascarrillo todas las cuestiones que pasaban por su mesa y por su teléfono. Fidelidad y honestidad forjadas en un pastoreo impagable que ha dado frutos de concordia más que evidentes y ha rebajado tensiones  en tiempos más que revueltos en lo político e institucional. No lo tenía fácil. No porque las autoridades le miraran de reojo ni por el camino impecablemente recorrido por Estepa. Más bien por quienes desde dentro apostaron por otras candidaturas baculares que no hacían gracia alguna a quienes tienen sangre azul. Y no porque don Juan presumiera de árbol genealógico. El que fuera arzobispo de Jerez solo sacaba orgullo si le tocaban el Rocío. Sin postureo. Hilo directo con la Blanca Paloma, algo más que la patrona de su pueblo. Durante el confinamiento, un día tras otro, se enganchó a los rezos digitales de la aldea. Por el fin de la pandemia. Esa que se le ha llevado por delante.

Buen humor con tino

Solo a alguien que encarnó la gracia de Dios revestida de buen humor con tino –y guasa, si se terciaba–, se le podía pedir que acompañara a los Ejércitos con la solemnidad que requiere y el salero que sabe a cercanía. Solo aquel que, como pocos ejerció la que él mismo rebautizó como ‘pastoral del mantel’, la del café distendido que difumina los muros de los disensos personales y las polarizaciones ideológicas. Solo el presbítero que cada día se encontraba con su Maestro en la capilla de casa, que celebraba la eucaristía como mesa ampliada de comunión y que en el ambón contagiaba pasión desemedida en cada palabra de Vida que dejaba escapar de sus labios. Solo a él se le podía ocurrir crear la Cáritas castrense, para canalizar toda ese buen hacer de los cuarteles en favor de los últimos. Solo él, con el coronavirus apretando, podía sacarse de la manga ‘El granero de San José’, un fondo de emergencia para los más castigados por la depresión social y económica, su particular UME.

Juan del Río, arzobispo Castrense

A los periodistas católicos los deja huérfanos. El presidente de la Comisión de Medios del Episcopado. Aquel, que nada más asumir en un marzo odioso  esta tarea -que ya ejercía en su día a día sin título que la acreditara-, salió al quite de quienes veían que no se visilizaba a una Iglesia que había cerrado las puertas de los templos para frenar los contagios, pero que ni mucho menos había frenado su entrega. Más bien lo contrario, se estaba –y se está– hipotecando por quienes no son capaces de pagar un recibo de la luz por las nubes y se estaba  –y está– jugando el pellejo por estar en las UCI y en los cementerios a las víctimas de la pandemia. En medio del confinamiento, forzó una plan de comunicación para que se viera a las monjas, se escuchara a los laicos y se sintiera a los sacerdotes. No con ánimo exhibicionista, pero sí para compartir cómo los cristianos se entregan por los suyos.

Arrojo para el diálogo

Y todo, desde ese segundo plano que le imponía su responsabilidad institucional. Pero con el arrojo que siempre le ha llevado a dialogar con el diferente, a buscar lo bueno de aquel que se revestía de un color completamente opuesto. Cultura del encuentro que se llama ahora para quien tenía ‘Buenagente’ como apellido adherido.

El pasado domingo, don Juan del Río estaba llamado a presidir la misa de la tele en la festividad de san Francisco de Sales, patrón de los periodistas. Faltó. Estaba en la UCI. Queda pendiente la homilía. Y también una birreta púrpura. Lástima que ni siquiera las haya póstumas. El hombre de Estado, el buen pastor de los militares, el rociero en vena, el comunicador nato que siempre cumple.