Tribuna

Guerra, mártires, perdón, futuro. Ante la beatificación de 109 Misioneros Claretianos en Barcelona

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Aunque un alumno me lo preguntó una vez, no viví la llamada guerra civil. Vine al mundo en 1964, pero siempre he vivido con ella. La intuía de niño en las conversaciones de los mayores, en la residencia forzada de algunos familiares en México y Argentina, en el recuerdo del lehendakari Aguirre, de Indalecio Prieto y de personas de las que oía hablar con aprecio y admiración. Con el uso de razón empecé a entender que el tema era complicado, que en mi Asturias natal se mezclaba todavía con más cosas (la revolución del 34) y que en el país en el que vivía mandaban quienes habían ganado la guerra.

montaje de carteles y logos de la beatificación de 109 mártires Misioneros Claretianos en

Con alegría fui viendo que personas que admiraba (padres de compañeros, profesores, familiares…) y que habían estado en distinto bando sabían convivir, respetarse, elogiarse y colaborar. La vida me acercó a los Claretianos, en uno de cuyos colegios entré con cinco años. En él no fui educado en el odio contra nadie. Ya bachiller, el curso del 23F, subía las escaleras internas del colegio leyendo con la misma tranquilidad ‘El Alcázar’ que ‘El País’.

Las preguntas recientes de una sobrina adolescente me han hecho recordar algo que en su día no valoré. Íbamos casi cada semana al monte con dos curas (les llamábamos así). Uno hablaba bastante de la guerra. Su padre no había sido ejecutado de milagro por gente del Frente Popular y tuvo que pasar tres años escondido.

La familia de uno de mis compañeros (teníamos doce años) había vivido intensamente el horror provocado por el otro bando. Hablaba de ejecuciones, represión, cárcel y hasta de personas tiradas vivas a un pozo. Cura y compañero discutieron muchas veces, pero se tenían (¡y tienen!) un enorme afecto. Su convivir nos enseñó a discutir, a perdonar, a comprender, a buscar qué puede haber de verdad en cada historia y cada rostro.

Una familia con 270 Misioneros mártires

En aquel momento no imaginaba que yo acabaría siendo Misionero Claretiano, uno de los mayores regalos que Dios me ha hecho: llamarme a una familia con 270 Misioneros mártires por su fe en los años 1936-1939. El ejemplo de los beatos de Barbastro, especialmente visible en el Museo que los recuerda, me estremece cada vez más.

No asistí en Roma a su beatificación; nunca me ha entusiasmado viajar. Pero con la misma alegría y temple con que les rezo y recuerdo firmé en 1989 en el ayuntamiento de Salamanca en el libro de pésame a la muerte de Dolores Ibárruri, dejando clara mi condición de religioso, y de vez en cuando visito las tumbas de Julián Besteiro o Marcelino Camacho.

Estos últimos años he tenido la suerte de ir conociendo de cerca la experiencia, vida y comportamiento de muchos Mártires de todo lugar, procedencia y condición: laicos, religiosas y religiosos, obispos, sacerdotes. Me impresionan la generosidad y valentía de los jóvenes, la serenidad responsable de personas de mediana edad, el ánimo y la vitalidad de los mayores. Me admira su capacidad de perdón, demostrada hasta el último minuto, su sensibilidad hacia ‘la clase obrera’, la justicia, los derechos humanos. ¿Qué (Quién) puede llevar a unos discípulos de Cristo a morir cantando, a perdonar sin duda alguna, a escribir a su familia tratando de contagiar alegría e invitar al perdón?

Pasó hace más de 80 años. Ha seguido pasando en mil sitios: Vietnam, China, Nigeria, Rusia, El Salvador, Congo, Filipinas, Oriente Medio, Brasil, Guatemala… ¡Cuántos hermanos y hermanas nuestros han ido a la muerte por su fe, por no renegar del Evangelio, por defender la justicia, por no aceptar un pacto de silencio o comodidad! El papa Francisco lo explicó con claridad en su mensaje a la beatificación de 2013 en Tarragona: no se puede ser discípulo de Jesús mediocre, barnizado, a medias. Nadie habla aquí de política. Se trata de perdón, de vida, de entusiasmo, de respeto, de solidaridad.

Este sábado, Dios mediante, volveremos a celebrarlo en la Sagrada Familia de Barcelona. Como tantos hombres y mujeres de bien de aquel 1936 que hubieron de vivir un enfrentamiento, una división y una tensión que no querían. Quizá no sea casualidad que nos juntemos para orar y celebrar en Barcelona, en esta Catalunya necesitada hoy de tanto seny, de reconciliación, fraternidad y comprensión.

¡Que María de Montserrat, a la que muchos de estos nuevos 109 beatos invocaron, nos ayude en esta empresa!

(*) Pedro Belderrain, Misionero Claretiano, es el superior mayor de la Provincia de Santiago (Madrid)