Tribuna

El papa Francisco, un padre espiritual

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Ya en el rezo de su primer ángelus, Francisco –fallecido hoy– sorprendió de nuevo al compartir con todos los que le escuchaban cuál era en aquellos días su “libro de cabecera”. Se trataba de un ensayo del cardenal Walter Kasper sobre la misericordia. El Papa afirmó con un lenguaje cercano y fácilmente comprensible que su estilo estaría marcado por el amor misericordioso de Dios: el obispo de Roma debería gobernar con una justicia que fuera expresión de la misericordia y no su atenuación; debería testimoniar que es posible una alternativa también política y social a un mundo roto por ideologías sustitutivas del Evangelio de Jesús.



Con una frase sencilla, “la misericordia lo cambia todo”, el creyente Francisco no proponía una nueva síntesis magisterial que agregar a nuestra particular ‘database’ de conceptos católicos indispensables… y fácilmente obviables. Como buen maestro del espíritu, exhortaba de modo claro y directo a adoptar el estilo misericordioso de Jesucristo, a experimentarse reconciliados y reconciliadores en Él, a situarse en estado de conversión continua, para evitar, particularmente los pastores, “el neopelagianismo autorreferencial… de los que se sienten superiores a los otros porque observan determinadas normas… por su presunta seguridad doctrinal o disciplinar, por su elitismo narcisista y autoritario” (‘Evangelii gaudium’, 94).

Un pastor no puede usar su bagaje de fe y de conocimientos teológicos como solución “precocinada” para problemas que ya nadie se plantea o para desatender el ‘sensus fidelium’ y la infalibilidad ‘in credendo’ del Pueblo santo (EG 119). Como enseñó en la sugerente ‘Amoris laetitia’, ante un Pueblo de Dios cada vez más complejo y heterogéneo, la guía pastoral solo es eficaz si acompaña y aprende a respetar pacientemente los procesos de fe y los “tiempos de Dios” con los mismos sentimientos de Jesús.

Gestos humildes

La propia experiencia de vida y su sensibilidad espiritual, fraguada en el método ignaciano, le prevenían a Francisco de los falsos buenismos, de las condescendencias a lo políticamente correcto y de los ‘comodismos’ tranquilizadores de conciencias. Por este motivo, sus gestos tendían a desacralizar su rol: todos le vimos pedir perdón personalmente a tres de las víctimas chilenas de abusos sexuales por haberles ofendido poco tiempo antes con comentarios públicos motivados por una deficiente información sobre el caso. Este estilo personal de gestos humildes, simples y delicados hasta en su expresión más trivial, como el saludo a un invitado o una llamada telefónica que no se esperaba, lejos de debilitar el ministerio petrino, fue percibido por muchos como el mejor antídoto contra la mundanalidad que atenaza hoy la Iglesia.

Papa Francisco Orando

Francisco sorprendió siempre por su conversación franca, espontánea y llana, con escuetos comentarios sazonados con humor “porteño”. Escuchaba con profunda atención y empatía, acompañando pacientemente con una gradualidad pastoral que en él era regla de vida. Haciendo un juego de palabras fácil, se diría que el Sumo Pontífice, en lugar de “pontificar”, apelaba a la inteligencia del corazón del interlocutor. La lógica emoción que se experimenta durante el encuentro con el sucesor de Pedro, y un cierto nerviosismo por transmitirle un determinado mensaje en el tiempo limitado de la audiencia, no solían ser una ayuda para descubrir que su conversación, acogida con honestidad, permitía en uno mismo sacar a la luz las limitaciones que provocan el egoísmo y el espíritu del mal. Era lo más similar a un encuentro con un padre espiritual.

Al respecto, considero clave para descifrar al Papa un breve escrito del 25 de diciembre de 1987, incluido en ‘Las cartas de la tribulación’. El entonces P. Jorge Mario Bergoglio, SJ, en un momento de fuerte conmoción interior tras un período muy difícil de su vida ministerial, se descubrió derrotado. Se encontró a sí mismo discutiendo ideas y fijándose de modo neurótico en los motivos externos de su desolación. La causa de su confusión no era externa, sino que anidaba en lo profundo de su corazón, pues equivocadamente había buscado la tranquilidad y la paz interior en el equilibrio de las mociones contrapuestas que estaba experimentando desde hacía tiempo, no en el discernimiento de la verdadera voluntad de Dios.

Profunda vida interior

Más allá del estereotipo de un papa de carácter fuerte, austero, sencillo, empático con el sufrimiento de los pobres, refractario a los poderosos, hastiado de tanta corrupción eclesial y libre ante las convenciones sociales, una de las facetas menos conocidas de Francisco fue la solidez y profundidad de su vida interior, forjada en la búsqueda constante de la voluntad de Dios desde la conciencia del propio pecado y de la fragilidad personal. Como se observaba a menudo en sus homilías matutinas en Santa Marta, la prioridad que concedía en su vida al lema ignaciano “A mayor gloria de Dios” le hacía brir su corazón a los fieles con una espontaneidad que desarmaba e incluso intranquilizaba. Su sincera pasión por otro carisma extraordinario que Dios ha concedido a la Iglesia, el del ‘Poverello di Assissi’, le llevaba a abrazar la pobreza en su seguimiento de Cristo como forma ‘Ecclesiae et missionis’ (P. Coda): era su sueño de una “Iglesia pobre para los pobres” (EG 198).

Francisco, orante sincero, invitaba a detectar los gestos de Jesús en la propia vida, en tanto que inscrita en la del Pueblo de Dios. Esta imagen de Iglesia, recuperada por su pontificado y purificada de connotaciones políticas, es una realidad dinámica y no estática, cuyos múltiples modos de encarnarse social y culturalmente (ninguna cultura se identifica totalmente con el Evangelio: EG 117) muestran su tensión hacia la verdad entera. Por ello, es difícil afirmar que se conoce a este Papa sin acoger lo que más le caracterizaba: la contemplación y experimentación de la Palabra de Dios en el seno de la Iglesia, en medio de las paradojas y ambigüedades en las que todos nos movemos en el día a día, aquellas que, para nuestra mayor vergüenza y confusión, acentúan, aún más si cabe, el sufrimiento de los últimos.