Tribuna

Femicidios en tiempos de pandemia

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El urgente reto para la Iglesia y para la comunidad cristiana

Desde tiempos inmemoriales los asesinatos de mujeres han ocurrido una y otra vez. Se trata de crímenes de odio contra las mujeres por el hecho de ser mujeres. Este fenómeno ha sido objeto de estudio a partir de la segunda mitad del siglo XX, y ha sido incorporado como tal en la agenda de los Objetivos de Desarrollo del Milenio en la ONU con el fin de erradicar este flagelo.



Si la violencia de género en Argentina ya era moneda corriente, la cuarentena obligatoria en tiempos de pandemia se convierte en marco propicio para estos crímenes. El confinamiento obligatorio aísla a las mujeres alejándolas de sus posibles ayudadores/as. La convivencia junto a sus compañeros violentos reaviva el temible efecto poder-sumisión alimentando el círculo de odio y violencia, que en el mejor de los casos culmina en daños físicos y psicológicos de las mujeres, o en la muerte de ellas.

Las académicas feministas llegaron a la conclusión que la violencia contra las mujeres es fruto de una devaluación social generalizada proveniente de la concepción patriarcal, y también es responsable por reducir a las mujeres al ámbito doméstico en roles específicos de reproducción y cuidado. El valor de las mujeres resultó asociado a emociones, fragilidad y menor capacidad intelectual. En síntesis, inferiores a los varones y sometidas a ellos principalmente en el ámbito familiar y particularmente en los vínculos de pareja. La misma devaluación se hace visible en los ataques sexuales que tantas veces culminan en la muerte de mujeres y niñas perpetrada por forajidos, en ocasiones allegados a sus víctimas. Se podría argumentar la dificultad de esos varones de contener sus impulsos agresivos o de padecer trastornos de conducta, pero no se puede dudar que esa violencia es ejercida en función de la desigualdad, resultado de las relaciones de poder y dominación largamente sustentadas en ámbitos políticos, sociales y culturales.

¿Reconocimiento de los derechos de la mujer?

Ahora bien, la violencia sobre cada mujer en particular podría ser percibida como acto privado y único. Sin embargo, se vuelve necesario subrayar que la causa primera de esa violencia es la condición de género de las mujeres más allá de las contextualizaciones individuales. Sorprende el rechazo en diversos ámbitos, incluso el mundo cristiano, a incorporar la perspectiva de género en busca de relaciones justas e igualitarias.

Es cierto también que una y otra vez la Iglesia ha afirmado la igual dignidad y valor de varones y mujeres. Juan Pablo II nos dice que en el misterio de la redención el hombre (y obviamente la mujer) vuelven a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de la humanidad (cf. RH 10) de modo que todos, absolutamente todos (y todas)  somos trasformados en una nueva creación. Atento a la realidad que nos interpela, el papa Francisco resalta que “aunque hubo notables mejoras en el reconocimiento de los derechos de la mujer y en su participación en el espacio público, todavía hay mucho que avanzar en algunos países. No se terminan de erradicar costumbres inaceptables” (AL 54). Tras enumerar diversos modos de violencia contra las mujeres, nos dice también que “La historia lleva las huellas de los excesos de las culturas patriarcales, donde la mujer era considerada de segunda clase” (AL 54). Encontramos aquí que el mismo Francisco reconoce la vigencia y las desafortunadas consecuencias provenientes del patriarcado.

En nuestra condición de creyentes estamos llamados a realizar una reflexión crítica y una propuesta práctica. Resulta oportuno retomar la reflexión de E. Johnson cuando afirma que el lenguaje y el símbolo de Dios no son neutros. El ser de Dios está más allá de cualquier identificación masculina o femenina, sin embargo el lenguaje cotidiano  en la predicación, el culto, la catequesis y la liturgia, se lo predica bajo el género masculino. Este lenguaje patriarcal ha consolidado un culto patriarcal, una catequesis patriarcal, una liturgia patriarcal.

Otra dificultad se plantea  en la interpretación de la masculinidad de Jesús. No hay duda que Jesús fue un varón, el problema se presenta cuando su masculinidad se conecta con la pretendida masculinidad de Dios. Es cierto también que los evangelios ponen en boca de Jesús palabras como “el que me ve a mí ve al Padre” (Jn 14,9). En palabras de Moltmann, el título de padre es un título teológico y no una categoría común, y no agota la realidad del ser de Dios. Frente a la idea de un dios padre, pareciera que las mujeres no resultarían caracterizadas en condición de igualdad a imagen de Dios, aun a sabiendas que Dios crea a la pareja humana a imagen y semejanza suya (cf. Gn 1,27).

Los gestos de Jesús

La actividad de Jesús se desarrolló en un ambiente patriarcal, sin embargo él no tuvo reparo en sanar a las mujeres, exorcizarlas y perdonarlas. Las llamó al discipulado no como subordinadas a los varones sino como hermanas iguales a sus hermanos, siendo algunas de ellas testigos privilegiadas de su resurrección. Un relato significativo para el caso que en esta oportunidad nos ocupa, es la intervención de Jesús para evitar el apedreo y muerte segura de la mujer que fue descubierta en adulterio (cf. Jn 8,3-11). Frente a la acusación de esos varones dispuestos a matarla, el gesto displicente de Jesús al inclinarse y escribir con el dedo en la tierra, parece mostrar la distancia moral entre la condena de esos varones y la condonación de Jesús. El episodio concluye con palabras de Jesús “yo no te condeno, y en adelante no peques más” (Mt 8,11). La práctica de Jesús y también de las comunidades primitivas inauguró un tiempo de relaciones igualitarias entre varones y mujeres, la cual lamentablemente se fue debilitando en sucesivos procesos de inculturación.

Esta nueva pandemia, la de los femicidios, nos conmina a asumir el reto de erradicar este flagelo. Como Iglesia y como comunidad cristiana estamos llamados a realizar una opción pública y explícita contra la violencia de género. Es necesario vencer el temor de incorporar en la reflexión la perspectiva de género, que no es una ideología sino que es una herramienta útil para desocultar las relaciones de poder entre los sexos y sus efectos de marginación, subordinación y violencia. Tenemos que diseñar una agenda que priorice campañas de concientización, educación y prevención. De la mano de las Escrituras es preciso recrear el hablar de Dios recurriendo a imágenes bíblicas como “madre nutricia” (Sal 131,2), “entrañas de madre” (Is 49,15), “madre consoladora” (Is 66,13) y otros. Retomar los textos bíblicos que reflejen las palabras y acciones de Jesús en favor de las mujeres. Crear espacios de acogida, contención y diálogo con mujeres en situación de riesgo, de la mano de una pastoral específica y sostenida. Diseñar estrategias educativas contra la violencia de género en la catequesis y en los diversos grupos de cada comunidad.

Nos urge hoy la oportunidad de ser compañeros/as solidarios/as cuando nos dijeren: porque estuve hambrienta y me diste de comer, porque estuve enferma y me curaste, porque estuve desnuda y me vestiste, porque quise vivir y me salvaste. Y Jesús nos dirá: “cuanto hicieron a una de estas hermanas mías más pequeñas, a mí me lo hicieron” (Mt 25,40).