Tribuna

El mundo es un cristal

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En muchos aspectos las personas somos y estamos “recortadas por la misma tijera”, y esto tiene que ver con el espacio y tiempo en el que vivimos. Nos hacemos universalmente contemporáneas porque todas estamos inscriptas en un tiempo determinado, bajo un contexto determinado.

Hoy nos contextualiza mundialmente este tiempo inédito de pandemia. Pero si nos permitimos una mirada verdadera y enteramente universal, nos encontramos con que el ser humano está tallado por historias que se amalgaman: la historia de la Humanidad, la historia de la Salvación y, para nosotros cristianos, la historia de la Iglesia.

Al bucear en nuestra historia de vida personal y comunitaria tendríamos que poder mirar estas tres dimensiones con todas sus implicancias. Venimos de lugares tan maravillosos como equívocos. Aceptar sin prejuicio nuestra propia vida como parte del todo −que nos viene animado por relatos orales y escritos desde un siempre inabarcable− es quizá condición necesaria para poder entender y comprender lo que nos pasa.

Y esto también nos debería conducir a ser testigos y testimonio de nuestra historia actual para la documentación de este tiempo que nos pasa hoy y donde estamos llamados a decir, contar, narrar mirando hacia las futuras generaciones.  Porque gracias a quienes se sentaron a escribir o dibujar o pintar y registrar de diversas maneras lo que se decía y hacía desde los albores de la humanidad, hoy tenemos referencias ciertas, precisiones, estudios y una trasmisión adecuada de cada momento de la historia.

La fragilidad de este tiempo

El mundo es un cristal porque estamos en un momento histórico donde la que domina es la incertidumbre. Ya sea en lo económico, en lo político, respecto de la salud o de otros niveles de la situación humana mundial, la incertidumbre está construyendo el terreno de apertura total a la fragilidad personal planetaria.

Dudan los políticos, los economistas, los científicos y dudamos cada uno de nosotros. Eso nos produce miedo, nos desacomoda y nos desequilibra emocional y psicológicamente. Nada de esto es punible. Nada mejor que aceptarnos en esta fragilidad extrema para después poder vernos y compadecernos. Para reflexionar y discernir. Para zambullirnos en este tiempo de la historia como parte del todo.

Y desde las certezas −como parte actuante y viva de la historia de la Humanidad, de la historia de la Salvación y de la historia de la Iglesia− ser capaces de levantarnos sobre toda incertidumbre y vernos de verdad como “piedras vivas” del mayor edificio que la historia universal sigue construyendo sobre la Roca: ¡Jesús!

Todas las personas de este conglomerado planetario que es nuestra Iglesia estamos llamadas a la conversión personal y ecológica, creo yo, como en ningún otro tiempo. Nos debemos a la gran tarea de olfatear y discernir plenamente los signos de los tiempos. No podemos darnos el lujo de errarle ahora, cuando más necesidad tienen todas las personas –las de Mateo 28, 19, digo− de encontrarse con Dios. Lo venimos diciendo hace mucho, pero cabe preguntarnos si lo venimos actuando.

En la altura y profundidad de nuestro encuentro personal con Jesús se levantan los osados y valientes profetas de esperanza. Porque hay raíces en la roca que nos llevan al cielo en un solo vuelo. En la alegría del aleteo desmesurado del Espíritu Santo está depositado nuestro hacer sin “habriaqueísmos” (al decir de Francisco). Porque este tiempo llama al hoy sin medida, para adentrarnos en el otro sin medida.

Narración sin medias tintas

En el Mensaje del papa Francisco para la 54º Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales que se celebra el domingo 24 de mayo, nos dice con su claridad de siempre: “Quiero dedicar el Mensaje de este año al tema de la narración, porque creo que para no perdernos necesitamos respirar la verdad de las buenas historias: historias que construyan, no que destruyan; historias que ayuden a reencontrar las raíces y la fuerza para avanzar juntos. En medio de la confusión de las voces y de los mensajes que nos rodean, necesitamos una narración humana, que nos hable de nosotros y de la belleza que poseemos. Una narración que sepa mirar al mundo y a los acontecimientos con ternura; que cuente que somos parte de un tejido vivo; que revele el entretejido de los hilos con los que estamos unidos unos con otros”.

Este mundo de hoy es un cristal que teme romperse en mil pedazos. Será nuestra la responsabilidad de relatar como aquellos primeros cristianos que un día se vieron en la necesidad de perpetuar el Evangelio de Jesús y comenzaron a escribirlo en medio de las dificultades de su tiempo.

Hoy nos toca a nosotros abrir la boca de profesar −no entre nosotros mismos que es muy fácil− para decir que Jesucristo es el Señor.  De todas las maneras que cada quién encuentre. Hoy que tenemos tantos medios y estamos llamados a la creatividad amorosa, toca decirlo en grande, con colores flúo y con letras gigantes. Quien quiera, en blanco sobre negro, pero sin medias tintas ni a escondidas.

Las verdaderas narraciones tienen la facultad de ser nido donde se asientan las cabezas de los pichones y pueden alimentarse no sólo de comida. Dice Francisco: “El hombre no es solamente el único ser que necesita vestirse para cubrir su vulnerabilidad (cf. Gn 3,21), sino que también es el único ser que necesita “revestirse” de historias para custodiar su propia vida”.

¿Qué narración estamos dispuestos a escribir hoy, en este tiempo en que Jesús sigue gritando: ¡Vayan!?