Tribuna

Él camina conmigo

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Soy enfermera en una residencia para personas mayores y mi servicio es la atención y la prestación de cuidados de enfermería a estas personas vulnerables y en muchos casos muy limitados física y cognitivamente. No dejo de emocionarme al recordar lo vivido hace un año por estas fechas. Nuestra residencia estuvo prácticamente toda infectada (120 personas más el personal).



Pasamos momentos de miedo, había mucha confusión y hasta los mismos médicos no sabían cómo hacer. Hubo que aislarles y hacer sectorizaciones separando a los ancianos entre positivos y negativos, arrancándoles de lo que más querían: sus habitaciones, sus pertenencias, recuerdos, amigos, etc. Nos vimos en la necesidad de cuidar y sostener a los ancianos, sus familias y al mismo personal. Fueron momentos tensos, de mucho dolor y de duelo. Pero fue un acontecimiento que me ha marcado mucho desde el plano profesional, espiritual y comunitario.

Profesional, espiritual y comunitariamente

Desde lo profesional: impotencia y finitud. Todo era en vano con los tratamientos que se aplicaban, veías cómo iban a peor. Lo más duro era comunicar a las familias que su familiar estaba grave, podía fallecer y no podían venir a despedirse. Era lo más doloroso. Intentaba dar consuelo y acompañamiento por teléfono, asegurando que su familiar no iba a estar solo, como así lo hacíamos. Era difícil para un hijo sentir que su madre estaba falleciendo y no estar con ella. Finitud: todo termina. En horas todo podía cambiar radicalmente.

Espiritualmente me fortalecía la certeza de que el corazón de Cristo estaba con nosotros. Una frase que tenía gravada y me venía con frecuencia es tomada de Sta. María Josefa cuando vivieron la peste en los primeros años de fundación: “El Corazón de Cristo protege a sus siervas y no les pasará nada” y “vamos a la cabecera del enfermo impulsadas por la caridad”. Sí, era así, no tenía miedo. Estaba contagiada (sin saberlo) y no tenía miedo. Sentía en mi cuerpo el agotamiento físico y emocional pero sacaba fuerzas de no sé dónde para seguir entregándome, porque me olvidé de mí. Vivía la Eucaristía a lo largo del día. Esa entrega de Cristo que lo da todo. Y oraba por los demás, ¡había tanto sufrimiento en la Humanidad! Sentía a Cristo sufriente, agonizante y a María Dolorosa que acompaña a su Hijo. Y experimenté la esperanza. Sí, éramos un rayo de luz en medio de tanto dolor y en mi corazón compartía el dolor y nacía la esperanza.

Experiencia congregacional-comunitaria. Fue algo hermoso vivir la fraternidad. La madre provincial reforzó nuestra comunidad con hermanas de otras casas. Y se palpaba ese espíritu de familia. Todas a una. “Vivan todas unidas”, decía Sta. María Josefa. Testimoniar la alegría a pesar del dolor se veía en nuestros rostros. Porque, con el trabajo, la incomodidad de los EPIS y los protocolos, solo se buscaba atender, cuidar y dar amor a los residentes, sacarlos adelante, que estuvieran felices a pesar del aislamiento estricto que se impuso. Todas se esforzaban por acompañarlos para que no se sintieran solos. Éramos su familia. Este año que estamos celebrando los 150 años de fundación he podido experimentar, en mi experiencia durante la pandemia, lo que fueron los inicios de una Congregación que nació precisamente en medio de epidemias, de necesidades sanitarias enormes, en mitad de una guerra… He sentido en mi corazón la alegría de vivir el carisma y de hacerlo vida en la residencia. El gozo del Espíritu que alienta y guía nuestras manos y nuestros corazones.

Este tiempo me ha reportado mucho, me ha ayudado a crecer, poner los pies en la tierra y los ojos y el corazón en Dios. Estoy segura de que Dios está, pase lo que pase, que camina conmigo y no es ajeno al dolor. También a relativizar muchas cosas y lanzarme a lo esencial: configurarme con Cristo.

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