He leído varias veces, con emoción y esperanza, este profético documento del papa León XIV. Me ha impactado de ‘Dilexi te‘ sobre todo dos puntos: la alusión a monseñor Óscar Romero y el reconocimiento al aporte de la Iglesia latinoamericana sobre la opción por los pobres. Y a lo largo de esta lectura he sentido muy cerca al papa Francisco, quien nos dijo tantas veces: En los pobres tocamos la carne de Cristo.
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Todavía me conmuevo cuando recuerdo el momento en que, ante miles de periodistas de todo el mundo, tres días después de su elección, exclamó: “¡Cómo quisiera una Iglesia pobre y para los pobres!”.
Mientras leía atentamente la exhortación apostólica, se agolpaban en mi mente los recuerdos de la experiencia de la Iglesia posconciliar que fue naciendo entre nosotros bajo el impulso del Concilio Vaticano II. Como sabemos, América Latina fue el único continente que realizó una “recepción” oficial de las enseñanzas conciliares. Para eso se reunieron en Medellín, en agosto de 1968, obispos de nuestro continente. En su discurso a los campesinos colombianos, san Pablo VI les llamó “sacramento de Cristo”.
Me propongo compartir algunas vivencias y reflexiones que recogen con la memoria del corazón el luminoso magisterio de los últimos papas y de los pastores de las Iglesias particulares del llamado “continente de la esperanza”. En ese peregrinar de la fe a través de los recuerdos, contemplaré los aportes más significativos de Juan XXIII, Juan Pablo II, Benedicto XVI y, por supuesto, del ‘nuevo Juan XXIII’, como ha sido llamado el papa Francisco.
Juan XXIII y la Iglesia de los pobres
San Juan XXIII tuvo la osadía de convocar a todos los obispos de la Iglesia para lanzar un vasto programa de “aggiornamento” de la Iglesia. Eso fue el Concilio Vaticano II, calificado con razón como el acontecimiento más importante de la Iglesia en el siglo XX, un “acelerador de la historia”, “una nueva primavera”.
Un mes antes del inicio de los trabajos conciliares, san Juan XXIII se dirigió al mundo en un radiomensaje, el 11 de septiembre de 1962, del cual las palabras más célebres y proféticas fueron:
De cara a los países pobres, la Iglesia se presenta como es y quiere ser: la Iglesia de todos, pero especialmente la Iglesia de los pobres.
Su deseo era que los pobres se sintieran a gusto en la Iglesia de Jesucristo, el pobre entre los pobres. Por eso exhortó constantemente a los Padres del Concilio a tomar iniciativas en este sentido. Su llamado encontró eco en la constitución sobre la Iglesia (Lumen Gentium):
El Concilio Vaticano II subraya una dimensión específica de la caridad, que nos lleva, a ejemplo de Cristo, a salir al encuentro sobre todo de los más pobres: «Como Cristo fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres, a sanar a los de corazón destrozados (Lc 4, 18), a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 9, 10), así también la Iglesia abraza con amor a todos los que sufren bajo el peso de la debilidad humana; más aún, descubre en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador, pobre y sufriente, se preocupa de aliviar su miseria y busca servir a Cristo en ellos. (Lumen gentium, 8).
Estamos ante un cambio de paradigma, basado en que la Iglesia no es del mundo pero está en el mundo. Así lo refleja el documento sobre la Misión de la Iglesia en el mundo actual (Gaudium et Spes). Se trata de situar a la comunidad eclesial como quien «está presente en este mundo y con él vive y obra» (GS 40), pues «el gozo y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo». (GS 1).
Este mensaje tan desafiante pasó bastante inadvertido para la Iglesia universal. No fue así en el caso de América Latina, el único continente donde se dio una “recepción” del Concilio. Ese fue el objetivo de la célebre conferencia general del episcopado latinoamericano en Medellín, en 1968, donde el tema de los pobres fue planteado con audacia por san Pablo VI en su discurso a los campesinos. Las conclusiones de Medellín están marcadas a fuego por una profunda transformación del continente, que vive en un estado de revolución. (cf. Dilexi te 16).
El papa Montini fue categórico:
Hemos venido a Bogotá para rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico y sentimos pleno gozo por haber tenido la oportunidad de hacerlo, llegando también ahora hasta aquí para celebrar la presencia del Señor entre nosotros, en medio de la Iglesia y del mundo, en vuestras personas. Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino.
Y a renglón seguido añadió:
Toda la tradición de la Iglesia reconoce en los Pobres el Sacramento de Cristo, no ciertamente idéntico a la realidad de la Eucaristía, pero sí en perfecta correspondencia analógica y mística con ella. Por lo demás Jesús mismo nos lo ha dicho en una página solemne del evangelio, donde proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión, y de ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz, según la misteriosa y potente sociología, (Cf. Mt 25, 35 ss) según el humanismo de Cristo (…).
Amadísimos hijos, vosotros sois Cristo para Nos. Y Nos, que tenemos la formidable suerte de ser su Vicario en el magisterio de la verdad revelada por Él, y en el ministerio pastoral de toda la Iglesia católica, queremos descubrir a Cristo como redivivo y padeciendo en vosotros.
Conocemos bien el apasionado debate que se produjo en cuanto a las diversas interpretaciones de los documentos de Medellín, sobre todo el de Justicia y Paz. Muchos hablaron de “relecturas” ideologizadas; uno de ellos fue monseñor Romero, que aún no era obispo. Sin embargo, al escribir su carta pastoral programática para presentarse como arzobispo, inspirado por su amigo el cardenal Eduardo Pironio, hizo suyo el sueño o utopía de Iglesia descrito en el documento dedicado a la juventud (n. 15):
Que se presente cada vez más nítido, en América Latina, el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo el hombre y de todos los hombres.
El papa León XIV recogió este testimonio y rinde homenaje a quien fue “voz de los que no tienen voz” en el número 89 de su exhortación pastoral; en el mismo párrafo comparte su propia vivencia entre los pobres de Perú:
El martirio de san Óscar Romero, arzobispo de San Salvador, fue al mismo tiempo un testimonio y una exhortación viva para la Iglesia. Él sintió como propio el drama de la gran mayoría de sus fieles y los hizo el centro de su opción pastoral. Las Conferencias del Episcopado Latinoamericano en Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida constituyen etapas significativas también para toda la Iglesia. Yo mismo, misionero durante largos años en Perú, debo mucho a este camino de discernimiento eclesial.
Dios quiso, en su insondable providencia, que en su última homilía dominical, la víspera de su martirio, nuestro pastor nos dejara este estremecedor testimonio:
Ya sé que hay muchos que se escandalizan de estas palabras y quieren acusarla de que ha dejado la predicación del evangelio para meterse en política, pero no acepto yo esta acusación, sino que hago un esfuerzo para que todo lo que nos ha querido impulsar el Concilio Vaticano II, la Reunión de Medellín y de Puebla, no sólo lo tengamos en las páginas y lo estudiemos teóricamente sino que lo vivamos y lo traduzcamos en esta conflictiva realidad de predicar como se debe el Evangelio (…) para nuestro pueblo. Por eso le pido al Señor, durante toda la semana, mientras voy recogiendo el clamor del pueblo y el dolor de tanto crimen, la ignominia de tanta violencia, que me dé la palabra oportuna para consolar, para denunciar, para llamar al arrepentimiento, y aunque siga siendo una voz que clama en el desierto sé que la Iglesia está haciendo el esfuerzo por cumplir con su misión. (Homilía del 23 de marzo de 1980).
Una Iglesia pobre y para los pobres
Cuando, dos días después de su elección como sucesor de Pedro, entregué al nuevo papa un pequeño cuadro de monseñor Romero, me dijo que tenía una imagen del amado arzobispo en su oficina de Chiclayo. Esa sintonía en el amor a los pobres quedó reflejada en el saludo inaugural del nuevo obispo de Roma. Nos habló así:
La paz esté con todos ustedes.
Y continuó, a renglón seguido:
Esta es la paz de Cristo resucitado, una paz desarmada y desarmante, humilde y perseverante. Proviene de Dios, que nos ama a todos de manera incondicional.
Seguimos conservando la voz débil pero siempre valiente del papa Francisco que bendijo a Roma y daba su bendición al mundo entero esa mañana del día de Pascua. Permitidme seguir esa bendición. Dios nos ama a todos incondicionalmente y el mal no prevalecerá.
Todos estamos en manos de Dios, por lo tanto, sin miedo, todos unidos de la mano de Dios y entre nosotros, avancemos. Seamos discípulos de Cristo. Cristo nos precede, el mundo necesita su luz. La humanidad le necesita como el puente para ser alcanzados por Dios y su amor.
Vosotros, construid puentes, mediante el diálogo y el encuentro, para ser un único pueblo, siempre en paz (…).
A todos vosotros, hermanos del mundo, queremos ser una Iglesia sinodal, que camina y busca siempre la paz y la caridad y estar cerca sobre todo de aquellos que sufren (…).
En este caminar de la Iglesia que vive su fe en América Latina y el Caribe, es clave el aporte de san Juan Pablo II. Dos documentos suyos quisiera evocar: el discurso inaugural de los trabajos de los obispos reunidos en Puebla, en 1979, y su inolvidable catequesis sobre la opción por los pobres pronunciada veinte años después, en las vísperas del Gran Jubileo del año dos mil, el 27 de octubre de 1999.
En su mensaje definió a los obispos como maestros de la verdad (sobre Cristo, la Iglesia y el hombre), signos y constructores de la unidad, y defensores y promotores de la dignidad humana. En este punto, pidió tener “una recta concepción cristiana de la liberación”.
El documento final de Puebla asume nuevamente una clara y profética opción preferencial y solidaria por los pobres, no obstante las desviaciones e interpretaciones con que algunos desvirtuaron el espíritu de Medellín (n. 1134).
Como sabemos, el intenso debate sobre cómo interpretar la opción por los pobres obligó a matizar la expresión recalcando, sucesivamente, que era una opción evangélica, preferencial, pero no exclusiva ni excluyente. Veinte años más tarde, en 1999, las aguas se han calmado. Y cuando la Iglesia se prepara para la celebración del Gran Jubileo del año 2000 el mismo papa asume sin ambajes la opción por los pobres. La exhortación ‘Dilexi te’ lo menciona en el número 89.
En Aparecida, el papa Benedicto XVI zanjó la cuestión de la opción por los pobres al afirmar en su discurso inaugural:
Todavía nos podemos hacer otra pregunta: ¿Qué nos da la fe en este Dios? La primera respuesta es: nos da una familia, la familia universal de Dios en la Iglesia católica. La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9).
Vale la pena recorrer el esquema que desarrolla el Papa venido de lejos, todo él basado estrictamente en la sagrada escritura.
Comienza recordando que, en un primer momento se pensaba que Dios premia en este mundo a los justos con abundantes riquezas y que la pobreza es un castigo divino. Esta concepción es corregida por los profetas. San Juan Pablo II pone como ejemplo al profeta Amós, quien denuncia a quienes “venden al justo por dinero y al pobre por un par de sandalias”. El papa Wojtyla señala también cómo se va elaborando una legislación adecuada para proteger a los pobres hasta llegar a las palabras tan conocidas del profeta Isaías:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19, cf. Is 61, 1-2).
La catequesis del vicario de Cristo saca las consecuencias: Ese amor se expresa, en primer lugar mostrando a los pobres a Dios como Padre providente. Esto es lo que llamamos asistencia, el nivel más elemental de la opción por los pobres: dar de comer, de beber…; el proceso se enriquece con el compromiso en favor de la promoción humana del pobre. Los chinos lo expresan con la frase “darles pescado” o “enseñarles a pescar”, es decir buscar el desarrollo integral de cada persona.
Pero esto no basta. En la parte final de la catequesis, se añaden las dos últimas fases del proceso: la incidencia en las políticas que afectan a los pobres y la lucha por el cambio de estructuras. Dice san Juan Pablo II:
No se puede anunciar a Dios Padre a estos hermanos sin el compromiso de colaborar en nombre de Cristo con vistas a la construcción de una sociedad más justa (…), El gran jubileo del año 2000 debe vivirse como una nueva ocasión de fuerte conversión de los corazones, para que el Espíritu Santo suscite en esta dirección nuevos testigos. Los cristianos, juntamente con todos los hombres de buena voluntad, deberán contribuir, mediante adecuados programas económicos y políticos, a los cambios estructurales tan necesarios para que la humanidad se libre de la plaga de la pobreza (cf. Centesimus annus, 57).
Esta propuesta global es ampliamente desarrollada en ‘Dilexi te‘.
