La muerte llega. Aunque no pensemos en ella, aunque alejemos todo signo que la recuerde. “Nadie quiere morir -dice san Agustín- […] quiere vivir”. Pero “no hay modo de escapar a la muerte” (Sermón 229 H, 2). “El hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa” (Sal 144, 4). La muerte es una paradoja: el deseo de vivir no es propio solo de una etapa. Está presente en cada edad, en cada instante. Incluso cuando nos enfrentamos, como nuestro hermano Cipriano García Fernández, obispo emérito de Cafayate, a los signos que preanuncian la muerte: la vejez extrema, las crecientes limitaciones, la enfermedad.
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Pese a todo se renueva el deseo de vivir, porque la vida es más grande que sus manifestaciones y sus limitaciones, está profundamente arraigada en el ser humano y es don, anhelo y reclamo. Sean cuantos sean los años de nuestra existencia nunca son suficientes para saciar la sed de vida que llevamos dentro. Resulta tremenda la realidad que, de forma inexcusable, la muerte presenta a nuestra personal consideración. Memento mori. Sí: nada dura; toda música cesa.
Sed de inmortalidad
“El hombre pasa como una sombra, por un soplo se afana, atesora sin saber para quién. Y ahora, Señor, ¿qué esperanza me queda? Tú eres mi confianza” (Sal 39, 7-8). San Agustín insiste en esta consoladora idea: “Puesto que no es posible librarse (de la muerte) no queda más remedio que refugiarse en aquel que ha muerto por nosotros y resucitando nos ha abierto la esperanza; […] refugiémonos en aquel que nos ha prometido la vida eterna” (Sermón 229 H, 2). Sólo en aquel que es Vida, que es Amor, es posible saciar nuestra sed de inmortalidad.
San Pablo nos recuerda que hay un solo amor que es más fuerte que toda adversidad e incluso la muerte. Es el amor de Cristo que es más fuerte que el olvido del tiempo y la desintegración que nos separa. Y “¿quién nos separará del amor de Cristo?”. Y responde: nada “podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom 8, 35.39). Si estamos unidos a él, participamos de su victoria pascual sobre la muerte. El amor de Cristo nos mantiene unidos a él y, en él, nos mantiene unidos unos con otros. Nos hace comunión. En efecto, nadie se salva solo.
Cordial y amigable
Por eso hoy celebramos juntos, como comunidad cristiana, como fraternidad agustiniana, la Pascua de Cipriano García Fernández. El obispo agustino, que ha fallecido a los 93 años, gastó toda su vida en Argentina, en la prelatura de Cafayate, de la que fue su segundo obispo. Había regresado a España hacía menos de dos años.
En este tiempo envuelto a veces por las sombras del cansancio, la resignación y el pesimismo, Cipriano fue un testigo gozoso del Evangelio. Verdaderamente cordial y amigable, acogía a todos con una exclamación de bienvenida y una gran sonrisa. Pero era también atento conocedor de los tiempos y los contextos. Amó a la Iglesia y dio toda su vida por ella. Fue un pastor cercano, que supo caminar con su pueblo en todos los lugares a los que la Providencia lo llevó y en las responsabilidades que asumió. Muy significativo su lema episcopal: “Me desgastaré por vuestras almas”. Cipriano no era sentimental, pero ponía pasión en lo que hacía; no era intelectual, pero sabía utilizar bien la razón; no era autoritario, pero tomaba decisiones; no era acomodaticio, pero hacía prevalecer su índole pastoral.
Ante sus restos mortales (que esperamos puedan reposar un día en su catedral de Cafayate) damos hoy gracias a Dios por el testimonio de vida serena, cordial y entregada que nos ha dado. Quienes conocimos a Cipriano, podemos decir que amó sin reservas a la Iglesia, tal como era y se presentaba ante él, con sus luces y sombras, grandezas y miserias, con sus contradicciones. Procuró servirla, donando a fondo perdido tiempo y acciones. Hombre inquieto, interesado en la realidad en la que vivía, implicado. Durante toda su vida y en la medida de sus posibilidades, se entregó generosamente al pueblo de Dios del que formaba parte y al que servía como pastor. Consciente siempre de su posición subordinada, sabiendo que él era cauce, canal de la gracia, no autor de ella. El único Señor es Cristo, Buen Pastor. A su imagen, todo sacerdote, sea obispo o presbítero, se vuelve paciente, comprensivo y cercano, nunca arisco, irritable y duro. Sabe no solo estar cerca de la gente, sino ser compañero de camino desde la paternidad y la pastoralidad. Sin estridencias, con veracidad. Por eso Cipriano fue siempre muy querido. Dio amor y recibió amor.
Junto a Dios
San Agustín pronunció unas sentidas palabras en el funeral de un obispo. Podemos aplicárnoslas también hoy, en la despedida de nuestro hermano: “Todo lo que hizo entre vosotros exhortándoos, dirigiéndoos la palabra, proponiéndose a sí mismo como ejemplo de alabanza y adoración a Dios, conservadlo en vuestra memoria, y vosotros seréis su más hermosa memoria. Pues para él no significa grandeza ninguna ser colocado en un panteón de mármol, sino perdurar en vuestros corazones. Viva sepultado en sepulcros vivos. Su sepultura es vuestro recuerdo. Vive junto a Dios, siendo él feliz; viva en vosotros, para ser felices vosotros” (Sermón 396, 2).
Para Cipriano llegó el momento del gran paso. La muerte nunca es una puerta que se cierra, sino una puerta que se abre a la esperanza. Cipriano ha fallecido en este Año Jubilar de la Esperanza. Ha cruzado la verdadera y definitiva puerta santa. “En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7). El Evangelio de Juan presenta a Jesús como la “puerta” que hay que cruzar para “tener vida en abundancia” (cf. Jn 10,10). Para atravesar el umbral de la “puerta santa” de la “casa del cielo” se necesita la familiaridad con el Buen Pastor, adquirida con la escucha de su voz. “Mis ovejas oyen mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,27). Así como las ovejas, si son dóciles, reconocen la voz del Buen Pastor, así él las conoce en la medida en que escuchan su Palabra.
Querido Cipriano, al desvelarse ante ti el rostro del Buen Pastor, que te reconoce y te quiere, ahora puedes finalmente alegrarte en el misterio del amor infinito al que regalaste tu existencia. Muchas gracias por tu vida entregada. Querido hermano, descansa en paz.