Tribuna

Ateos para protestar

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La rabia nunca ha resuelto ningún problema. Cuando leo la enorme cantidad de insultos contra los musulmanes detrás de cada ataque terrorista, soy consciente de que estamos a años luz de distancia del final de esta pesadilla que está destruyendo nuestra humanidad.

El musulmán que no tiene nada que ver con el terrorismo, la gran mayoría de los creyentes en el islam, es una víctima por un  doble motivo: porque alguien asesina en nombre de su religión y porque otros le culpan por un crimen que nunca habrían imaginado cometer. Peor aún, hay quienes le exigen que se desmarque de un acto bárbaro que cualquier persona con un ligero sentido de pertenencia a la humanidad condenaría. Quien hace este tipo de peticiones nunca ha entendido que, para desmarcarse de algo, antes uno ha tenido que identificarse.

Los yihadistas, en este sentido, no pueden estar contentos con el resultado de su estrategia. En “Gestión de la barbarie”, el vademécum de los terroristas del Estado Islámico, la ley es clara y rotunda: uno de los principales objetivos de los ataques en Europa es fomentar el odio contra los musulmanes. La hostilidad contra el islam significa más adeptos a su cultura de la muerte.

Y no hay que ser ciegos para comprobarlo. En Occidente hay quienes aprovechan cada ataque terrorista para difundir mensajes de odio. Lo hacen de manera masiva y bien organizada, mezclando todo: inmigración, refugiados, ius soli, política interior… sin ninguna intención de encontrar soluciones a estos problemas. Lo único que le interesa es montar la ola emocional para ganar más apoyos. El terrorismo yihadista es un problema lo suficientemente serio como para abordarlo con demagogia y  banalidad. El uso instrumentalista del fenómeno daña todos los valores de nuestro modelo de democracia y convivencia, es decir, los fundamentos de ese modelo que los yihadistas nunca han escondido que quieren destruir.

Como ha ocurrido siempre, los fanatismos se alimentan unos a otros. Tienen una alianza natural que se alimenta de odio y rencor. Una mirada del universo tan estrecha no deja lugar a razonar sobre matices, teniendo en cuenta la complejidad del mundo en que vivimos. El resultado es siempre el desastre. La historia reciente lo demuestra.

Los yihadistas no son una excepción: han destruido sus países. Basta ver lo que han perpetrado en los países de mayoría musulmana para entender que antes de ser un peligro para los occidentales, lo son para su propio pueblo. Alá, para ellos, nunca ha sido grande, como dicen a menudo. El concepto de Dios se ha reducido hasta el punto de llevarlo al efecto contrario.

Los sembradores de odio en Europa que quieren expulsar a los musulmanes de Occidente deben saber que los seguidores del Estado Islámico, al igual que todos los islamistas radicales, ya están haciendo algo más sorprendente: que los propios musulmanes renuncien al islam. Muchos se convierten a otras religiones y ahora Elaph, periódico árabe publicado en Londres, confirma el aumento de los ateos. El titular se centra en Irak, pero los resultados pueden aplicarse a cualquier país que haya sufrido el infierno del yihadismo.

En una encuesta publicada el 12 de agosto, Elaph informa que tanto los universitarios como las personas de cultura media-baja declaran abiertamente su falta de religiosidad. Las cifras son muy altas: casi el 40 por ciento de los iraquíes ya no ocultan su rechazo al islam. Todos los encuestados confirman que es su reacción al uso político que muchos hacen de la religión. Como se puede ver, el islam sufre más el fanatismo de quienes se proclaman sus defensores que los ataques de sus detractores.

(*) Artículo original publicado en L’Osservatore Romano