No podemos pretender acercarnos a las vocaciones y a la formación sin comprender cómo interaccionan la sociedad y la Iglesia en el pensamiento de los jóvenes que disciernen su vocación. Por ello, me gustaría plantear algunos temas que hoy son capitales a la hora de discernir la vocación en un joven, de acertar en la formación sacerdotal y de apuntar hacia un sano ejercicio del ministerio apostólico.
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El primer punto es casi como un principio y fundamento de lo que iremos exponiendo posteriormente. El descenso del número de seminaristas en España está estrechamente unido a la pérdida del sentido religioso de la vida y al abandono consciente de la vida de fe. Los seminarios muestran también el reflejo de la Iglesia, de las diócesis, de las parroquias. ¿De dónde habrían de venir los jóvenes si la fe ya no orienta las decisiones trascendentes de la existencia?
Encontramos, en esta misma línea, un número creciente de nuevos ingresos a los seminarios cuya inquietud vocacional se ha dado no en el ámbito de una parroquia, sino de un movimiento laical. La experiencia de fe que se posibilita en ellos, con todos los matices que queramos hacer, nos plantea siempre la misma realidad: sin un fuerte arraigo de experiencia de Dios y de práctica cristiana, es muy difícil que un joven se pregunte por la vocación.
Obviamente, también en los jóvenes que participan en estos movimientos se dan niveles de aceptación del Evangelio, de integración de la vida espiritual, de compromiso apostólico… pero lo cierto es que estas realidades cristianas ayudan muy positivamente a las nuevas generaciones a sentirse parte de la Iglesia y a asumir la propia vida desde la mirada creyente.
Fe en formación
Y junto con esto, no podemos dejar de pensar también en lo endeble que puede ser la fe incluso en los años de formación o de posterior ministerio. “¿Qué debemos hacer para realizar las obras que Dios quiere que hagamos? Jesús les contestó: –La única obra que Dios quiere es que crean en aquel que él ha enviado” (Jn 6, 28-29). La fe es una obra, un trabajo paciente que siempre hay que retomar, pues nunca se posee de manera definitiva.
Por eso, la fe incipiente que surge en contextos determinados, muy vinculados a la experiencia, a la emoción, no es suficiente para recorrer un camino formativo; mucho menos para ejercer el ministerio sacerdotal. No puede haber vocación al sacerdocio si no hay una fe que cada día lleve al hombre a profundizar en ella. La fe implica entrega personal al don personal de Jesús. También la vocación supone una entrega cada vez más confiada a aquel que llama a consagrar la vida en el ministerio.
Nuevo esfuerzo diario
Monseñor Ramón Echarren nos decía a los seminaristas de Canarias algo a lo que cada vez le doy más importancia: “Me gusta ordenar a un creyente”. Parece una cuestión de Perogrullo, pero la vida de fe es lo que determina el compromiso con la propia vocación, la capacidad para superar la prueba de la cruz y para aceptar la contrariedad, para autoexigirnos día a día un nuevo esfuerzo que nos haga honrar la belleza del ministerio y, a la vez, para no desesperarnos de la propia fragilidad o de las inconsistencias que percibimos en nosotros y que los demás nos recriminan.
La fe no tiene nada que ver con una autocomplacencia sobre lo que somos o hacemos, sino con una firme decisión de corresponder al Señor, al que hemos prometido seguir como discípulos.
Asumir el crecimiento en la fe es recordar también la maduración del hombre de fe. La Iglesia ha visto la necesidad no solo de una formación progresiva, sino de una gradual asunción de responsabilidades. El ordenado de 25 años es un hombre de 25 años. Con una buena formación, estudios, capacitación, herramientas… pero, igualmente, con la madurez de un joven de 25 años.
Siempre en construcción
Es cierto que es fácil ver unas características de alguien más maduro que el resto de jóvenes de su edad, pero no por ello se puede olvidar que siempre somos hombres en construcción. Laín Entralgo recordaba con maestría el gran logro de su siglo XX: “Esto he descubierto yo, más radical y consecuentemente que ninguna otra centuria: que en el caso del hombre la palabra ‘ser’ significa ante todo ‘empresa de ser’”.
En los seminarios se dan cita hoy jóvenes de perfiles muy distintos, con edades dispares y con preparación diferente, tanto desde el ámbito de la fe y la práctica religiosa como desde su situación en el mundo. Cada uno ha de asumir su constante maduración a partir de un suelo distinto, obviamente. Pero a ninguno debe faltarle esta perspectiva de que siempre serán hombres en crecimiento, en maduración.
Dejo para unos renglones más adelante la cuestión de la formación permanente. Aquí me gustaría centrarme en este elemento de la maduración personal. Ella sugiere una clarificación de los “mínimos” para que cada uno pueda asumir convenientemente las exigencias de la vocación en cuanto al proceso formativo y a la aceptación de la carga ministerial. No hay fe que pueda suplir la falta de estructura interior, ni gracia que no cuente con la naturaleza.
Grado de madurez
Lo dicho no tiene que ser considerado como una especie de aduana homogénea. Más bien, tiene que hacernos pensar qué es lo que se debe exigir en cuanto realidad y en cuanto posibilidad. Dicho de otra manera: es necesario distinguir entre qué grado de madurez tiene el que entra el primer año en el seminario, en concordancia con su edad, y qué grado de madurez debería manifestar en los últimos años de la formación inicial.
Porque la formación es también crecimiento en el ámbito humano, en la empresa de ser hombre. Honestidad, capacidad de sacrificio, constancia, esfuerzo, amabilidad, capacidad de reconciliación, aceptación de los límites, orden personal, transparencia de vida, sinceridad… todo ello admite graduación, a la vez que es un termómetro que mide la maduración.
Es del todo necesario que los años no pasen en balde, en búsqueda únicamente de una vida espiritualizada sin anclaje en el sujeto. Pero igualmente necesario es que los agentes que intervienen en la formación y en el acompañamiento presten las herramientas necesarias para lograr objetivos. Y todavía hay un elemento indispensable: que se adquiera la mentalidad de que la empresa de ser hombre nunca termina. (…)
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Índice del Pliego
1. La fe y la vocación
2. El hombre de fe
3. La vocación sacerdotal en la Iglesia
4. El ministerio en la secularidad del mundo
5. Recuperando el valor del trabajo
6. Ora, ‘lege’ et labora
7. Del seminario al ministerio