Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.203
Nº 3.203

En el centenario del nacimiento del cardenal Eduardo F. Pironio, profeta de la alegría y la esperanza (I)

“Cristo entre vosotros, la esperanza de la gloria” (Col 1, 27). He aquí el lema del escudo episcopal y cardenalicio de Eduardo Francisco Pironio (Nueve de Julio [Argentina], 3 de diciembre de 1920 – Roma, 5 de febrero de 1998). Un signo inequívoco de su identidad como pastor. Siempre quiso ser pastor. Llevaba impresa en su alma la imagen del Buen Pastor de mirada contemplativa y compasiva (cf. Mt 9, 36).



Se cumplen cien años de su nacimiento y la zarza sigue ardiendo. Es llama que sigue llamando (cf Ex 3, 1-4). A los ‘millennials’, tal vez, ni les sonará su nombre. A quienes lo conocieron y trataron, al hacer ahora memoria de su personalidad y servicio a la Iglesia, seguramente se les agolparán sentimientos de reconocimiento y gratitud. También revivirán el impacto que les producían sus mensajes de esperanza e invitación a la alegría pascual. Pironio, muy enraizado en la fe, miró siempre hacia delante. El cardenal Carlo M. Martini llegó a escribir de él: es “un hombre que, sin duda, ha sido una de las mayores personalidades en la Iglesia del final del milenio. Sin duda, un gran profeta de la alegría y de la esperanza en ‘tiempos difíciles y tiempos nuevos’”.

“Cuando un árbol se va del patio familiar, deja en pie un gran hueco de luz. Para quien no compartió nada con él, allí simplemente no hay nada. En cambio, para los que se cobijaron a su sombra, ese hueco de cielo abierto se hace presente en cada amanecer. Buscándolo, nuestros ojos tropiezan quizá con una estrella lejana que se ha quedado en el cielo, náufraga de la noche que ahora se ha vuelto día (…). Nadie es reemplazado. El misterio personal es irrepetible, pero lo que uno supo entregar, eso perdura, porque Dios es fiel con sus amigos, y la gloria de Dios es la vida del hombre”. Son palabras de Mamerto Menapace, monje benedictino, en su libro ‘El paso y la espera’ (Ediciones Sígueme, 1992).

Al cardenal Pironio se le pueden aplicar estas palabras: “El justo florecerá como la palmera; crecerá como cedro del Líbano” (Sal 91, 13). “No desaparecerá su recuerdo, su nombre vivirá de generación en generación” (Si 39, 9). Cuando se haga elogio de hombres piadosos (cf. Si 44, 1), se contará entre ellos al cardenal Pironio. Es uno de los que dejaron nombre para que se hablara de él con elogio (cf. Si 44, 8). La figura del cedro del Líbano, emblema de grandeza, nobleza y perennidad, ayuda a comprender por qué permanece su imagen serena y fiel y sigue entusiasmando al creyente.

Un hombre que ha vivido con tanta intensidad y se ha entregado hasta el extremo, que ha hablado tanto y ha sido tan prolijo en sus escritos, del que se han dicho cosas tan bellas y desde tan diversas facetas, pone freno a todo intento de escribir algo que merezca la pena. He escogido unos cuantos puntos e invito a que los lectores vuelvan a sus escritos, porque detrás de ellos van a adivinar una personalidad eclesial, espiritual y humana extraordinaria. Lamento no poder transmitir todo lo que siento al escribir sobre él. Solo me quedo con la inmensa admiración por su armonía y equilibrio interior. Como una cruz luminosa, plantada en el monte, con los dos palos que nos recuerdan de dónde viene y hacia dónde tiende, y los brazos extendidos abrazando a la humanidad que camina. Este es el cardenal Eduardo Francisco Pironio.

De todos modos, no admiraremos suficientemente al cardenal Pironio hasta que no se descubran todas las influencias que tuvo en personas e instituciones eclesiales, tanto en Argentina y en Latinoamérica como en Roma: relaciones con pontífices, el Concilio, sínodos, dicasterios y consejos, USG, UISG, CLAR y tantas confederaciones. Como tampoco apreciaremos la hondura y validez de su espiritualidad y de su orientación pastoral mientras no se hagan tesis doctorales sobre su vida, sus escritos y las iniciativas que promovió.

El cardenal Pironio no deja de enviar destellos desde el firmamento de la Iglesia. Nos dejó su ‘Testamento espiritual’ (1996) [=’Testamento’], y en él puede apreciarse el origen de esos rayos luminosos. Fue mucho lo bueno que hizo, pero es más importante destacar desde dónde lo hizo y cuáles fueron sus raíces. Corroboró en su vida que “la grandeza no se enseña ni se adquiere: es la expresión de un hombre hecho por Dios” (John Ruskin).

La figura de Pironio se ha agigantado en estos años. El sacerdote Lucio Gera, gran teólogo y amigo suyo, introduce una biografía del cardenal con esta consideración: “Para poder ver las cosas pequeñas hay que acercarse a ellas, pero para poder ver las cosas grandes, hay que alejarse de las mismas. Solo vemos el perfil de la grandeza de un monte si nos distanciamos del mismo, obviamente sin alejarnos tanto que lo perdamos de vista y lo echemos al olvido. Lo mismo nos ocurre con hombres de la talla humana y espiritual de Eduardo Pironio” (B. de Vedia, ‘La esperanza como camino’, Buenos Aires, 2008).

Relato esta experiencia personal. Le conocí en la Semana de Pascua de 1976, si bien para entonces ya había leído sus escritos pastorales y seguía sus intervenciones en el Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) como presidente. Había sido invitado por el Instituto Teológico de Vida Religiosa (ITVR) de Madrid para impartir una conferencia. Este fue el primer encuentro. No interrumpimos la relación, bastante frecuente, hasta que Dios quiso llevárselo. Describí la imagen que guardo de él, en unas pocas líneas al inicio de la conferencia que pronuncié en el Seminario Internacional sobre su persona en Buenos Aires (2002): “A medida que pasa el tiempo, la figura del cardenal Pironio se agiganta como pastor contemplativo, solícito y compasivo; padre, hermano y amigo a la vez; testigo cualificado y profeta de aguda mirada; hombre guiado por el Espíritu y confiado al amparo de María. Fue rico en humanidad, sensible al sufrimiento, cercano a quien pudiera requerir su ayuda, dialogante en todo momento, cercano conocedor de los verdaderos problemas de los pastores, presbíteros, religiosos y laicos. En los tiempos difíciles y ante las adversidades, albergó en su interior y supo transmitir a los otros la segura esperanza de Jesucristo, Señor de la historia”.

Ahora, al celebrar el centenario de su nacimiento, estas palabras se me antojan escasas e incompletas. Han pasado más de dos décadas de su muerte, se han celebrado jornadas y actos de reconocimiento y se ha recogido un gran acopio de testimonios. Actualmente, disponemos de muchos más datos para comprender mejor sus raíces, comprobar su trayectoria y valorar cada etapa de su vida. La abundancia de los testimonios acumulados nos remite a un mundo interior lleno de humanidad, experiencia de Dios y caridad pastoral. Cuantos le conocieron coinciden en decir que hablaba desde lo que llevaba dentro. Al celebrar sus 50 años de sacerdote, confesaba: “Te doy gracias, Señor, por tu fidelidad: ‘Yo estaré contigo’ (Ex 3, 12). Lo he sentido siempre en mi vida y en mi misión”. (…)


Indice del Pliego

0. COMO CEDRO DEL LÍBANO

1. AHONDANDO EN LAS RAÍCES

2. NACIDO PARA DAR GRACIAS

3. AMORES Y PRESENCIAS EN SU VIDA SACERDOTAL

4. MAESTRO SABIO QUE ABRE HORIZONTES

  • Maestro sabio
  • Abriendo horizontes

5. SERVIDOR DEL EVANGELIO Y PROFETA DE ESPERANZA

  • Servidor del Evangelio
  • Profeta de esperanza en tiempos difíciles y para tiempos nuevos

6. PADRE, HERMANO Y AMIGO

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