Pliego
Portadilla del Pliego nº 3.144
Nº 3.144

Del hijo pródigo a la Iglesia de pródigos

No se trata de una Iglesia a favor de los pródigos –cosa que sería ya mucho–, sino de una Iglesia de pródigos –cosa que es mucho más–, pues sobre ellos –pródigos del mundo– ha fundado Jesús la Iglesia –la casa del Padre– según esta parábola (Lc 15, 11-32). Ciertamente, los hermanos mayores (los grandes), que vuelven de su trabajo cada tarde, conscientes de su prepotencia, no quieren fiesta para pródigos y gente de su clase, sino seguir siendo dueños de la casa. Por eso vienen y discuten con el padre, y no quieren entrar en la casa que este ha dejado en manos de pródigos, con músicos y amigos que cantan, celebran la vida y sacian el hambre comiendo el ternero cebado de la fiesta.

Ante esa situación nos coloca la parábola. Dios ha fundado una Iglesia con y para pródigos (hijos menores), pero los “grandes”, los mayores, se creen dueños de la casa e insisten en controlarla. Así están las cosas, y la parábola no dice cómo acaban: no se sabe si el padre logrará convencer a los grandes, a fin de que ingresen también ellos en la casa, a la fiesta donde comen y cantan pródigos y amigos. Algunos comentaristas antiguos insinúan que el hermano mayor no entró, sino que se fue con furia, como se había marchado tiempo atrás el menor. Pero no para gastar la vida de un modo “deshonrado”, entre cerdos y malas mujeres, sino para crear una Iglesia separada y “santa” de buenos cumplidores, fariseos y legales –como los que criticaban a Jesús (Lc 15, 1-3)–, expulsando de ella a los pródigos, en contra de la voluntad del padre.

De eso trataré, de un modo exegético, coloquial y teológico, dejando abierto el final, pues así lo deja la parábola, en un momento –año 2019– en el que las cosas son muy parecidas a las del tiempo antiguo. Las comparaciones que establezco no pueden tomarse al pie de la letra, pero resultan transparentes para quien sepa escuchar la voz de Jesús y el cambio de los tiempos. Y así las iré presentando, pues la Iglesia que viene será de los pródigos o no será ya de Jesús, sino de unos grandes que quieren falsificar su movimiento.

“Un hombre tenía dos hijos…”. Así comienza la Biblia, contando la historia de Caín y Abel (Gn 4), de toda la humanidad, dos hermanos “queridos” y enfrentados de tal forma que uno acabó matando al otro. Así cuentan muchos mitos o relatos, como saben los grandes pensadores, de Agustín a Hegel, de Marx a Freud y al papa Francisco. Esta es una historia que muchos siguen desfigurando. El padre nos hizo hermanos en el mundo, y así lo repite la Revolución francesa (igualdad, libertad, fraternidad…), pero seguimos desiguales, unos esclavizados por otros, enfrentados por la casa que debía ser de todos: indígenas y emigrantes, autóctonos e invasores, ricos y pobres, nacionales y extranjeros, hombres y mujeres…

“Un hombre tenía dos hijos…” (Lc 15, 11), empieza diciendo la parábola; hijos muy amados, pero enfrentados entre sí. No se necesita decir más para evocar y plantear la suerte de los hombres. Y así lo hace esta parábola que ha sido escuchada, meditada, contemplada… y también falsificada por tantos lectores, que la han desenfocado, fijándose solo en dos personas (hijo pródigo y padre), miradas de un modo intimista y sentimental, sin tener en cuenta que los protagonistas son tres (padre y dos hijos); y que las relaciones más significativas y sangrantes son las que establecen los dos hermanos, que son toda la Iglesia o, mejor dicho, dos formas de Iglesia enfrentadas desde antiguo. Esta es, sin duda, una parábola del hijo pródigo y el padre, pero su tema central es la relación de los hermanos, con el surgimiento de una Iglesia de pródigos:

Es importante la relación del padre con el pródigo, que aparece como “pecador”, pues abandona la casa con su herencia, a “comerse” el mundo, pero fracasa (gasta todo con mujeres “malas”) y debe trabajar guardando cerdos que comen lo que a él se le prohíbe. Por eso vuelve “arrepentido”, pidiéndole a su padre que le admita como jornalero, solo por comida; pero el padre le acoge como hijo, dándole otra vez la casa entera, con vestido nuevo y anillo de firmar (firma autorizada), con ternero cebado, música y fiesta de hombres y mujeres que bailan (Lc 15, 22-25).

Más importante y trabajosa es la relación del padre con el hijo mayor (grande), que se enoja por la vuelta del pródigo y no quiere entrar en casa, sin que, al parecer, el padre logre convencerle de que venga y se avenga con su hermano. Con toda su lógica, ese hermano “grande” (fariseo, jurista y sacerdote: Lc 15, 1-2) se irrita al ver que el padre festeja al retornado y, obrando así, demuestra que no tiene alma de hermano, ni parecido con su padre, sino que es un avaro envidioso y “cumplidor”, guardando toda la fortuna para sí, sin acoger al pródigo, su hermano.

Pero la relación decisiva es la de los dos hermanos, como en la historia de Caín y Abel, donde se decía que no caben los dos en la ancha tierra, de forma que, para sentirse seguro, uno (Caín) tuvo que matar al otro. Una sombra de muerte como la de Caín planea también sobre nuestra parábola, que debe compararse con otra, la de los viñadores homicidas (Lc 20, 9-19) que se sienten “grandes” y, para quedarse con la herencia, expulsan de su finca y matan al hijo del padre (al pródigo). Ciertamente, el pródigo no viene a matar, sino a comer; y, además, viene a su casa, como los pobres del mundo que llaman a la Iglesia o a la puerta de las sociedades ricas, que deben ser también su casa, pues el mundo ha de ser hogar para todos. (…)

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Índice del Pliego

I. PLANTEAMIENTO. “Un hombre tenía dos hijos…”

II. UN TEMA PERSONAL. De Antígona al decano de Teología de Madrid

III. REFLEXIÓN EXEGÉTICA. Una casa para los sin casa, con Marcelino Legido

IV. DIOS DE PRÓDIGOS: GRACIA Y PERDÓN

V. UNA IGLESIA DE PRÓDIGOS

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