Editorial

Roma atraviesa la Gran Muralla china

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Setenta años después de que se rompiera toda relación diplomática entre la Santa Sede y China, el pasado 22 de septiembre de firmaba un acuerdo sobre el nombramiento de obispos. A todas luces histórico, pero que se presenta como una posta dentro de la larga marcha que arrancó con Juan Pablo II y dio pasos hacia adelante con Benedicto XVI. El trabajo de la Secretaría de Estado bajo el mando de Pietro Parolin y con el ímpetu de Francisco, ha propiciado ganarse la confianza del gigante asiático para arrancarle algo más que una rúbrica con carácter revisable, como ya adelantó Vida Nueva.



El propio Francisco ha reconocido en varias ocasiones que toda negociación implica renuncias. No puede ser de otra manera cuando se comparte mesa con un régimen comunista y no democrático. Esto hace que ya de por sí sea un pacto imperfecto, pero realista. A buen seguro no es el mejor acuerdo, pero es el mejor de los posibles. Sobre todo, teniendo en cuenta la situación de fragilidad en la que se encuentran los católicos chinos -clandestinos o no- y en la que podrían verse abocados de prolongarse más un vacío solo beneficioso para un galopante proceso de sinización.

Pactar no es claudicar y la Santa Sede no entraría en el juego chino a cualquier precio. Aunque no se conoce la letra pequeña del contrato, en el vuelo de regreso de los países bálticos, Francisco dejó claro que a partir de ahora “a los obispos los nombra el Papa”, una premisa indispensable aun cuando tenga que ser consensuado con las autoridades chinas, buscando nombres que no les resulten incómodos, pero que sean de confianza para Roma. Si a esto se une la creación de la primera diócesis en siete décadas, con lo que implica admitir una ‘injerencia’ territorial de Roma sobre Pekín, quizá se haya jugado más el Gobierno chino. Por otra parte, está claro que el régimen utilizará el aval de la Santa Sede como potencia que “respeta” la libertad religiosa, aun sabiendo que atará en corto cualquier movimiento.

A partir de ahora, el reto está en aterrizar lo firmado en el día a día, que no es poco, en cómo se materializará la propuesta de nombres a los obispos, a quién tienen que obedecer los parroquianos, cómo influirá Roma en el día a día de la vida pastoral y cómo será la supervisión del Partido.  En materia institucional, el horizonte se avista en el restablecimiento oficial de las relaciones diplomáticas, amén de un viaje del Papa a territorio chino. Pero el trabajo de despacho no puede ni debe sustituir al ingente esfuerzo que ha de hacerse para reconciliar a la comunidad católica rebajando tensiones y sospechas mutuas, para que se venga abajo la muralla ya algo más difusa entre la Iglesia oficialista, que ha de mimetizarse con el régimen, y la clandestina, que debe ensanchar su corazón todavía más para promover el perdón.

Como el propio Papa reconoce en la carta que ha dirigido a los creyentes chinos, lo hecho hasta ahora quedará en papel mojado si en el día a día no se trabaja la confianza, la comprensión y el diálogo, como hermanos y no buscando una legitimidad parcelada. Solo si se camina hacia una plena comunión, el acuerdo se convertirá en histórico y se convertirá en un punto de inflexión, no solo para la Iglesia, sino para el devenir de todo el pueblo chino.

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