El 8 de diciembre, la madrileña basílica pontificia de San Miguel acogió la ‘puesta de largo’ de la misión de Piero Pioppo como nuncio apostólico en España. El arzobispo italiano llega después de ocho meses de ‘sede vacante’ y tras una dilatada experiencia de tres décadas.
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El embajador vaticano decidió desembarcar oficialmente en la fiesta de la Inmaculada Concepción, patrona de España, y ofreció la misa –entre otros– por uno de sus predecesores: Luigi Dadaglio. De hecho, desveló que el cardenal fallecido “fue quien sugirió mi nombre” para entrar en el servicio diplomático. A la vez, reconoció que trabajó en “tiempos no fáciles”, sabedor de que formó equipo con el cardenal Tarancón y Pablo VI para encauzar a la Iglesia española, no solo para pasar del tardofranquismo a la democracia, sino para acoger a la vez el viento fresco del Concilio Vaticano II.
Contexto polarizado
Piero Pioppo aterriza en otra particular ‘transición’, en un contexto sociopolítico polarizado, con una Iglesia que corre el riesgo de dejarse atrapar por la ideología partidista y por miradas nostálgicas preconcialiares, y en plena renovación episcopal con “olor a oveja”. Mirarse en el espejo de Dadaglio es buscar el mejor reflejo.