El arzobispo de Toulouse, Guy de Kerimel, ha nombrado canciller de la diócesis francesa a Dominique Spina, un sacerdote condenado por violar a una menor en 2006. El prelado ha justificado este nombramiento alegando “misericordia” para el presbítero, que ya habría cumplido su pena. Lo cierto es que, si el cura pederasta hubiera sido juzgado hoy por Roma tras la reforma de Francisco, habría sido expulsado del ministerio.
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Pero, más allá de los vericuetos canónicos, aducir benevolencia hacia el condenado otorgándole un cargo más que relevante, cuestiona a la par la compasión hacia la víctima, salvo que esta haya sido consultada y haya dado su aprobación. Nadie niega la reinserción de quien ha cometido un delito.
Es más, toda comunidad ha de ser responsable de acompañar y sanar al victimario, pero, ante todo, a quien ha sufrido las vejaciones. Como expone el jesuita Hans Zollner en el Pliego, “no es posible un encuentro total y sincero con las víctimas hasta que la Iglesia deje de lado el poder y la autoridad, para comprometerse con humildad y respeto con las víctimas”. “En ausencia de esa apertura, ni las víctimas ni la Iglesia pueden avanzar”, sentencia. Y con razón.