Editorial

El tsunami del Espíritu Santo en la JMJ

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La Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) de Lisboa, celebrada la primera semana de agosto, ha superado con creces las expectativas. No solo por el millón y medio largo de peregrinos que se desplazaron al extremo más occidental de Europa, cifras que contradicen a quienes cuestionan el tirón y el sentido de estas citas multitudinarias. También se cierra con la evidencia de una impecable organización, tanto por parte de las autoridades portuguesas como de la Iglesia lusa, que ha hecho frente a una marabunta de jóvenes poniendo todos los medios a su alcance, pero, sobre todo, una afectuosa acogida que ha compensado cualquier incidencia.



Este macroencuentro, sin embargo, ha sido testigo especialmente de la fortaleza, pasión y celo apostólico del sucesor de Pedro. Tan solo un mes y medio después de ser intervenido de una hernia abdominal con el correspondiente ingreso hospitaliario, más allá de las limitaciones físicas por su maltrecha rodilla, la intensa agenda de los cinco días de viaje suponía un duro examen para los 86 años del Papa.

La prueba de que Francisco ha superado el examen sin problema es precisamente la naturalidad con la que ha afrontado cada una de sus intervenciones públicas, lo mismo con los responsables políticos del país que a pie de centro social o en los actos centrales.

No ha habido discurso en Lisboa en el que, partiendo del mensaje que llevaba preparado de Roma, no se lanzara a compartir de viva voz las ideas fundamentales que quería hacer llegar al interior de cada uno, con dosis sobradas de espontaneidad y sin aferrarse a los papeles.

Una Iglesia poliédrica e inclusiva

Entre todas las propuestas que verbalizó, el pontífice argentino reafirmó su empeño en construir una Iglesia poliédrica e inclusiva, como viene haciendo en esta década de pontificado. Sin embargo, su insistencia –tanto en la capital como en Fátima– de que todos cuentan y nadie sobra en la Iglesia, resonó si cabe con más rotundidad. Especialmente, porque buscó entroncarlo directamente con el ser y hacer de Jesús de Nazaret, frente a voces que, entre los propios pastores y durante la JMJ, dejaron caer proclamas cargadas de moralina segregadora. Convencido de que la comunidad católica no puede ser una aduana ni reservarse el derecho de admisión, Jorge Mario Bergoglio abrazó a cada uno de los presentes con sus palabras sin exigirles peaje alguno, ya estén sanos o enfermos, sean justos o pecadores, viejos o jóvenes…

Esto le permitió, desde Lisboa para el resto del planeta, romper toda barrera generacional, física, cultural e idiomática con sus interlocutores y metérselos en el bolsillo sin estratagemas, solo con la alegría del Evangelio entre sus labios.

Como padre y pastor, habló al corazón de cada cual, acortando toda distancia, esa que no pocas veces separa a la Iglesia de la sociedad, como mirando al mundo por encima del hombro. Francisco apuesta por mirar a los ojos del joven sin juicios ni prejuicios, con verdad y misericordia; no como opuestos, sino como necesariamente complementarios. Esta acogida papal, que no entiende de exclusiones, no deja de ser la base sobre la que se cimenta el inminente Sínodo de la Sinodalidad, en el que todos están llamados a sentarse en la mesa de la comunión.

Que la JMJ se clausurara el domingo de la Transfiguración deja consigo la consiguiente lección de no quedarse en el Tabor de aquella colina de emociones que vibró a orillas del Tajo, sino que ahora es tiempo de un camino de regreso a casa, para encauzar lo vivido en Lisboa en un discernimiento y acompañamiento de lo cotidiano. Para que la pastoral con jóvenes no sea una pastoral de efervescencia en lo extraordinario, sino de crecimiento en lo cotidiano. Solo así, será posible el sueño que manifestó el propio Papa en sus últimas palabras a los peregrinos en suelo portugués, para que se conviertan en evangelizadores de un mundo justo y en paz: “Sigan en las olas de la caridad y del servicio. ¡Sean surfistas del amor!”. Es la marea que busca Francisco, el tsunami del Espíritu Santo.