Editorial

El negocio del claustro en venta

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Es una consecuencia directa de la carestía vocacional: el cierre de conventos. Las comunidades monásticas se marchan y afloran los pretendientes en un mercado inmobiliario hambriento.  No son pocos los conflictos abiertos en nuestro país cuando se cuelga el cartel de “se vende”, donde se entrecruzan la ingenuidad, el desconocimiento y las inseguridades de las religiosas de clausura, las voces episcopales y los intereses de terceros: abogados, intermediarios o compradores.



Esta multiplicidad de agentes ha desatado batallas y fraudes vergonzantes, por parte incluso de los actores eclesiales implicados. En algunas ocasiones las monjas se han dejado llevar por cantos de sirena externos, mientras en otros casos las diócesis no las han correspondido con la honestidad y el acompañamiento exigible.

Asi se deviene en litigios judiciales que solo alimentan a quienes ven un negocio detrás de esta operación y que antes o después deja en evidencia ante la opinión pública a la comunidad de creyentes por un puñado de euros, aun cuando tuviera un fin aparentemente loable como la supervivencia de una institución, preservar el patrimonio eclesial o sanear las cuentas de una Iglesia local.

Para evitar estos extremos, la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica publicaba hace un par de meses el documento marco ‘Economía al servicio del carisma y de la misión’, que proporciona criterios y directrices prácticas para la gestión de los bienes eclesiales. Entre otras medidas, reclama la delegación en profesionales  de confianza en el ámbito económico que sepan ejercer una adecuada administración al servicio de la comunidad y no del capital. Atrás ha quedado el tiempo de la buena voluntad del ecónomo amateur. Solo en manos de asesores especializados se minimizarán los riesgos que siempre acechan cuando hay dinero de por medio.

No hay que olvidar que el Papa ha subrayado en más de una ocasión que la Iglesia no puede ni debe entrar en el juego del mercado. “Los conventos vacíos no le sirven a la Iglesia para transformarlos en hoteles y ganar dinero. Los conventos vacíos no son nuestros, son para la carne de Cristo que son los refugiados”, ha llegado a decir Francisco.

Desde ahí, ante cualquier novio que salga al paso de un edificio o de una obra, en el arduo proceso de deshacerse de un inmueble, no hay que desnortarse ni perder de vista que ninguna institución ni autoridad eclesial es dueña ni poseedora, por mucho que figure como titular desde hace siglos. Los únicos propietarios de todo lo que tiene la Iglesia son los pobres y la fuente de financiación última es la voluntad de Dios. Ellos son los acreedores ante los que responder frente al ‘boom’ inmobiliario.

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