Editorial

Corredores evangélicos

Compartir

Desde que en septiembre de 2015 el Papa instara a los católicos a buscar fórmulas para acoger a los refugiados en conventos y otras instalaciones eclesiales, no son pocos los que han dado un paso al frente para volcarse ante esta emergencia humanitaria. Lamentablemente, la desidia de la clase política ante una cuestión con nulo rédito electoral, ha complicado gran parte de estas iniciativas.

Sin embargo, el empeño incansable de grupos como la Orden Hospitalaria San Juan de Dios y las entidades civiles bajo su paraguas han permitido sacar adelante un plan pionero que permitirá traer a nuestro país, este año, a 220 refugiados para darles un hogar y, sobre todo, un futuro. Así, se hacen realidad los primeros corredores humanitarios eclesiales en España, a través del Programa de Protección Integral, bajo el amparo del Ministerio de Empleo y Seguridad Social. Todo, trabajando codo con codo con la Administración, y garantizando la plena integración de las familias.



Está claro que los corredores no son una solución al problema, sino tan solo una tirita que no será capaz de taponar una hemorragia que debe acotarse a través de políticas migratorias que tengan en el centro a la persona, y con programas de desarrollo en los países de origen.

Pero mientras los gobiernos del Norte siguen empeñados en medidas de contención y mecanismos de criminalización del migrante, los corredores se convierten en signo visible de una sociedad que sí se preocupa por los otros. Es cierto que los hermanos de San Juan de Dios no son los únicos en la Iglesia que se han puesto manos a la obra. Muestra de ello es el empeño de la Comunidad de Sant’Egidio por aplicar en España una vía extraordinaria ya en marcha en Italia o Francia.

Sin embargo, esta movilización podría ser todavía mayor y el grito eclesial a favor de los desarraigados tendría más potencia si, desde las diócesis, congregaciones y movimientos laicales se redoblara el esfuerzo y la creatividad en busca de mecanismos de colaboración. No basta con el aplauso; toca actuar. Es tiempo de tomar decisiones evangélicas, de abandonar las zonas de confort que se escudan tras el argumento de estructuras anquilosadas y aparente ausencia de recursos. Como bien señalaba Francisco en aquel ángelus de hace dos años, todavía quedan en nuestra Iglesia “espacios vacíos”, mientras los refugiados vagan sin rumbo ni techo. Una realidad que esconde este pecado por omisión, habla del desprecio por la vida del otro, del hermano refugiado al que se le niega la dignidad de todo hijo de Dios cuando no se le abren las puertas, cuando no se propician estos corredores humanitarios que saben al Evangelio del forastero acogido.

Lea más: