Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Vivir con otros: una manada de puercoespines


Compartir

Cuando nacemos, nuestro ser no tiene límites en darse ni en recibir. Nuestra piel psíquica y espiritual es absolutamente permeable a todos y a todo con confianza plena, buscando reciprocidad. Es más, se siente unido a la madre y no logra ser consciente de su “yo” como persona separada. Por lo mismo, es vulnerable y frágil, y ahí radica la necesidad de su cuidado y las consecuencias que conlleva cualquier herida en esta edad. Sin embargo, a medida que supera los dos años aproximadamente, el ser humano comienza a percibir su “yo” y un “tú” separados que le van permitiendo construir su identidad y, a la vez, las primeras púas propias de la vida y de la percepción de cada cual.



Rechazo, abandono, decepción, descuido, comparación… Son algunas de las manifestaciones de las púas que se nos clavan en el alma y, por lo mismo, reaccionamos “levantando” las propias espinas para protegernos y no sufrir más. Luego, más relaciones nos amplían el repertorio de experiencias y la necesidad de protegernos; de mantener un sano equilibrio entre la cercanía y la distancia con los demás. Sin embargo, este aprendizaje es muy complejo y requiere algunas distinciones para ubicarnos en el péndulo de los límites en lo relacional:

  • Púas en guerra: Si pudiéramos sacar una fotografía a la psique de una persona así, la veríamos como un puercoespín en estado de alerta total, con todas sus púas en alto y dispuesto a pinchar a quien se ose acercar. Por proteger su fragilidad –propia de todos los seres humanos–, desconfían de todos, probablemente por haber sido muy heridos en la primera infancia, y les es muy difícil amar y sentirse amados. Están como encerrados en un castillo con barrotes de metal, sin poder salir o, bien, solo abren las puertas cuando ellos deseen recibir algo de los demás. Son seres difíciles de tratar, un tanto rígidos y binarios en sus modos de discernir la realidad.
  • Sin defensas: En el otro extremo del péndulo están aquellas personas que son incapaces de poner púas –porque probablemente lo aprendieron como modo de sentirse aceptados y amados por los demás– y se permiten arrasar. No tienen filtros ni la fuerza para frenar al resto porque creen erróneamente que perderán el afecto y prefieren doblegarse, humillarse y perder su dignidad. Son seres, en general, serviciales, generosos, hambrientos de afecto y validación de los demás.

Como un péndulo

Probablemente, muchos nos encontramos oscilando entre un lado y otro de estos extremos de acuerdo con cada “baile” o relación que tengamos. Con una persona somos muy claros y asertivos y con otra puede que seamos incapaces de filtrar. Cada vínculo es único y tendremos que revisar cada uno para ver por dónde se ha desequilibrado y cómo nos podemos centrar. La primera idea, entonces, será constatar que somos seres complejos en los límites, que no podemos replicarlos como moldes, que podemos aprender de otros y buscar modos más virtuosos de relacionarnos con nosotros mismos, con los demás y con el entorno, pero que el tema de los límites proviene de una insondable herida y que hacemos lo mejor que podemos al momento de “bailar”.

Los juicios y descalificaciones personales y entre unos y otros lo único que hacen son ahondar nuestras heridas, por lo que debemos poner los algodones en nuestras púas y ayudarnos en esta construcción en pos de un mayor amor propio que permita vincularnos con amor con los demás.

Un joven y varias personas mayores rezan en una iglesia semivacía

Los límites como desafío

El desafío que conllevan los límites es que atraviesan todas nuestras dimensiones y vínculos, ya que son la “piel” que nos envuelve y que no podemos dejar atrás. Sin embargo, antes de ver los déficits en los que podemos caer, por inseguridad y fragilidad natural, es absolutamente necesario abrazar el modo con que nos construimos y no recriminarnos por eso. Hay mucho más de recursos y fecundidad en el modo en que nos relacionamos con los demás y ahora solo nos queremos ajustar, centrar y optimizar el equilibrio dentro del tono en que cada cual se edificó como “yo” frente a los múltiples “tú” con los que les tocó vincularse a lo largo de la vida.

Con eso quiero decir que no pretendamos ser “súper firmes y exigentes” en nuestros límites levantando púas a quien se nos quiera cruzar, si es que siempre hemos sido dados a no cuidarnos y ayudar.

Desequilibrios

Hay, claro, algunos desequilibrios. Se trata de mejorar el modo y que nos sepamos tan importantes como los demás y que aprendamos estrategias posibles que nos puedan ayudar. Para eso, algunos extremos nos pueden ayudar:

  • La omnipotencia: uno de los peores problemas es no ponernos límites a nosotros mismos y creer que contamos con un estanque de energía infinito. Estrujamos el tiempo haciendo y trabajando, ya sea para buenos o malos fines, sin reconocer nuestra necesidad de auto cuidado. La sociedad del rendimiento ayudó mucho en esta distorsión mostrando la “positividad” llevada al extremo. Reconocer la fragilidad, la necesidad de descanso y nutrición es básico para una sana auto regulación, antes de que el cuerpo se enferme, la psique se queme o el espíritu se muera.
  • La membrana hiper permeable: tiene que ver con asimilar todo lo que pasa en los demás y en el mundo, haciéndose cargo de todo, culpándose y flagelándose por dentro. No puede formarse juicio propio y solo quiere agradar. Tiene relación con una omnipotencia enferma por la necesidad de validación. Quedar bien con todos es un imposible si es que ejercemos nuestra libertad y manifestamos nuestro modo de ser original. A más de alguien no le vamos a gustar.
  • La membrana hiper cerrada: tiene que ver con una suerte de anestesia frente a lo que le sucede a los demás y al mundo. Niegan las percepciones y opiniones de los demás, son sordos y dueños de la verdad e inconscientes del poder que tienen y del daño que ocasionan. En general, se sienten solos, son intolerantes y no tienen la empatía ni la sensibilidad para entender a los demás. Pueden ser buenos líderes si cuentan con personas que someter, pero fácilmente se vuelven narcisos y paranoicos por su desconfianza general.

Ahora bien, lo justo y sano para nosotros mismos y los demás tiene que ver con una membrana semi permeable, que permitan protegernos del exceso de “información externa” conservando la propia originalidad, forma y valor y, a la vez, una entrada adecuada y filtrada de ella que permita aprender, cooperar y enriquecernos con el entorno y, sobre todo, con los demás. Somos seres relacionales; de hecho, la relación nos precede, y debemos saber entrar en el baile común y también tener espacios personales para estar en paz. Ahora, el tema es cómo, y no es fácil de responder.

El código del Reino

Dentro de todos los mensajes que vino a entregarnos Jesús de Nazaret, con su venida, el Código del Reino es uno de los fundamentales. Tiene que ver con la posición y autopercepción con que nos “paramos” en la vida y se ordena con una brújula de cuatro puntas:

  • Mi vida no vale la pena y la tuya sí: muchas veces, por creencias, abusos, estructuras de violencia y mil razones más, hay muchas personas que se paran en la vida con la certeza de que su vida no vale la pena y la de los demás sí. Por lo mismo, permiten transgredir su dignidad y derechos, creyéndose no merecedores de ellos. Miran para arriba al resto y se someten a humillaciones o malos tratos, estando convencidos de que es lo “normal” y bueno.
  • Mi vida sí vale la pena y la tuya no: operan a la perfección con los anteriores, ya que se sienten superiores al resto por cualquier condición económica, social, racial o género, y eso les da el derecho de maltratar a otros que se dejan abusar. Transgreden los límites de otros sintiéndose con el derecho y el poder para hacerlo.
  • Mi vida no vale la pena y la tuya tampoco: son los más dañados y no tienen límites consigo mismos ni con los demás. Se transgreden y dañan a sí mismos y a los demás, porque no valoran su vida ni la de nadie. Son muy destructivos y lentos en su rehabilitación, ya que nunca recibieron tampoco límites ni cuidados como muestra de aceptación y preocupación por parte de otros.
  • Mi vida vale la pena y la tuya también: esta es la gran enseñanza de Jesús, quien no hace diferencia entre ricos y pobres, mujeres y hombres, niños y adultos, creyentes o no creyentes, sanos o enfermos, pecadores o cumplidores de la ley. Él ve a la persona y su dignidad con los ojos del alma porque lo reconoce hermano/a e hijo/a del Padre Madre que lo envió. Los límites desde esta perspectiva son los adecuados para que cada uno sea lo que viene a ser y se complementen en la diversidad. Parece una utopía al ver la cantidad de diferencias y comparaciones que hacemos los seres humanos para validarnos, pero, cuando se vive en este código, los límites dejan de ser necesarios. “Ama y haz lo que quieras”, decía San Agustín al respecto.

Ya decíamos que los límites son un tema complejo, urgente y necesario de abordar, y solo cada uno, en su corazón, puede avanzar para lograr el sano equilibrio y vivir el Código del Reino con la mayor frecuencia y profundidad.

Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo