Sopa de fideos


Compartir

El otro día estaba fregando los platos y utensilios después de comer cuando me vino un pensamiento relacionado con una de las lecturas de esta semana. Habitualmente, cuando hago Cocido, guardo el caldo para hacer sopa al día siguiente. Y eso es, precisamente, lo que aquel día habíamos comido mi hijo y yo. En concreto, una sopa de fideos. Y ahora es cuando tú me preguntas, ¿qué relación tiene eso con nada de lo que pueda aparecer en Vida Nueva? Pues mira, me alegra que me hagas esa pregunta; no me la esperaba. 



A veces hay que rascar

Las personas que no tenemos un electrodoméstico lavavajillas utilizamos las mismas técnicas que nuestros antepasados para limpiar la cubertería y la vajilla; agua, jabón, estropajo y fuerza motora manual. Con el paso de las décadas vamos acumulando experiencia suficiente como para diferenciar qué restos de comida son más difíciles de eliminar, con independencia de lo que quiera decirnos la publicidad del momento.

Como decía antes, aquel día había preparado una sopa de fideos para la comida del mediodía. Pero como resulta que ese día era uno de esos que están repletos de imprevistos y emociones diversas, no llené la olla de agua después de servir los platos. Eso significa que después de comer, acompañar durante la higiene de los dientes, discutir sobre el lugar que le corresponde a ciertos juguetes y batallar para dormir la siesta, cuando llegó el momento de limpiar la olla, los restos de fideos se habían secado y adherido a las paredes del recipiente. Si alguna vez has tenido que fregar fideos secos, sabes de lo que te estoy hablando; hay que rascar con mucha insistencia.

Pues el caso es que estaba yo rascando con el estropajo cuando pensé en lo parecidos que son los fideos a los cristianos. En la bolsa, están secos y separados; se quiebran con facilidad. Cuando los cocinas, absorben agua y se vuelven más escurridizos; no se rompen tan fácilmente, pero se pueden aplastar si los consigues atrapar. Por último, después de cocinarse, si se vuelven a quedar secos se endurecen más que en su estado inicial; se quedan pegados y es muy complicado limpiarlos en seco.

Un poco así nos pasa a las personas en relación con la fe. El seguimiento adulto y sano de Jesús nos vuelve menos quebradizos, nos dota de una ductilidad que contribuye a asumir las tribulaciones del día a día con una mayor entereza. Pero, si por algún motivo, nuestra fe se vuelve estéril, corremos el riesgo de transformarnos en esos fideos secos, anclados en resentimientos del pasado, en conflictos no resueltos con la institución eclesial. Y algo que ha sacado a la luz el Sínodo sobre sinodalidad es que hay muchas manos dispuestas a rascar a los fideos secos. En su opinión, no tendrían que estar ahí. Molestan. Pinchan. Son suciedad. 

Deshidratados, no muertos

Pero lo que les ha ocurrido a esos fideos es que se les ha evaporado el agua. Si dejas la olla a remojo, después se puede limpiar sin demasiado esfuerzo. Pero si, por lo que sea, no echas agua o esta se evapora, los fideos se transformarán en esa especie de pinchos que, de hecho, pueden hacer daño a la piel y las uñas. 

¿Qué pasó con las personas cuya fe se resintió con el paso del tiempo? ¿Qué hemos hecho como Iglesia? Pues, a la luz de la fase diocesana del Sínodo, la respuesta es plural según el territorio, pero no parece que se haya dispuesto de herramientas concretas para dejar las parroquias a remojo. En muchos casos se han llenado de fideos secos. 

Y para que no digas que esto no tiene nada que ver con la fe, déjame unos párrafos finales para relacionarlo con una lectura de esta semana.

El siete de junio, la lectura de San Mateo nos recordaba aquello de “vosotros sois la sal de la tierra … Vosotros sois la luz del mundo” (cf. Mt 5, 13). Y yo creo que esto tiene mucho que ver con la sopa de fideos. No por la sal, que también, sino por la luz.

Caldero comida

Algunas personas interiorizan tanto lo de “sois la luz del mundo” que tratan de brillar constantemente con la máxima intensidad. Y, además, no suelen entrar en el diálogo de que, a veces, es necesario introducir un regulador de intensidad lumínica en el circuito.

Cuando la gente va a la playa se protege la piel de los rayos del sol. Sabemos que la exposición prolongada a los rayos ultravioleta tiene efectos perjudiciales sobre nuestra piel. En concreto, son teratógenos, productores de tumores. Además, el calor deshidrata por la evaporación del agua.

Pues ese es el asunto. Algunas personas no son capaces de regular su intensidad luminosa y van creando tumores y deshidratando allí por donde pasan. En lugares muy oscuros hace falta una luz muy grande para iluminar cada rincón. Pero si hay más de un punto luminoso, habrá que reducir la intensidad de cada uno de ellos.

Pero entender esto cuesta. Hay quien siente una traición a la Iglesia o a Cristo si no está todo el rato a máxima potencia. ¿Resultado? En lugar de ser faros para guiar, se transforman en “hacedores de fideos secos”, dejando tras de sí un reguero de personas con la fe deshidratada, habitualmente incapaces de reconocer su propia intervención en el proceso. 

Y en ese punto es fundamental saber lo que debemos hacer, si frotar con el estropajo de aluminio o poner a remojo la olla. Quizás no tengamos una sopa de nuevo, pero si esas personas sienten que se ha entrado en diálogo con ellas, quizás puedan recuperar poco a poco algo de lo que se secó en su interior. La fase diocesana del Sínodo ha revelado muchos estropajos de aluminio.

De lo de “cómete los fideos que se hace tarde” hablamos otro día. Mientras tanto, puedes escucharme cada viernes en el pódcast de esta casa.