Redactor de Vida Nueva Digital y de la revista Vida Nueva

¿Sería posible hoy recuperar el espíritu de Woodstock, 50 años después?


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El festival

A las 17:07 del 15 de agosto de 1969 Richie Havens se subió al escenario para cantar ‘Minstrer From Gault’. Fue la primeras de las 32 actuaciones que se prolongaron hasta la madrigada del 18 de agosto en el ‘Festival de música y arte de Woodstock’, organizado en los terrenos de una granja de Bethel –no la población bíblica, sino en el estado de Nueva York–. La granja acabó siendo casi un refugio al tener que trasladarse a más de 60 km de la población que dio nombre –en Woodstock se recuperaba de una accidente entonces Bob Dylan– para siempre a aquel festival de música que ya forma parte de la historia reciente de las ideas más que del arte.

Como se puede leer en el reportaje de Juan Carlos Rodríguez en el último número de Vida Nueva, el 3.141, “aquellos ‘tres días de paz y amor’ siguen evocando el sueño de libertad, pacifismo y solidaridad de una juventud que pedía el fin de las guerras y el cuidado del planeta”. Para los documentales y crónicas ha quedado el caos organizativo del festival, las intentos fallidos de conmemorar un aniversario que esté a la altura en lo musical o la mitomanía que hace que muchísima más gente de la que realmente se contabilizó en el festival siga afirmando que estuvo allí.

Tres días de música y lluvia en un barrizal en el que el movimiento hippie se visibilizó como antimilitarista y portador de un mensaje de amor universal más cercano a la liberación sexual del Mayo del 68 que a la fraternidad universal del Evangelio. Pelos largos, faldas de un sinfín de colores, collares con el símbolo de la paz y banderas arcoíris con este mismo sentido corearon a Jimi Hendrix y su interpretación del himno estadounidense con un solo de guitarra eléctrica como protesta por la guerra de Vietnam. El mensaje tenía también componentes ecologistas, de amor por las artes plásticas o por la eliminación de las barreras que impedían la circulación de las drogas, tanto duras como blandas.

No estuvieron el esperado Bob Dylan, The Beatles o Led Zeppelin, cuyos mensajes de entonces no habrían desentonado en el argumentario oficial del evento. Una placa deja constancia de los 32 artistas que si actuaron, dejando solo en blanco las mañanas de los 3 días hasta Joe Conker abrió el espectáculo sobre el escenario el domingo hasta que se produjo la última actuación con Jimi Hendrix ya sobre las 10 de la mañana del lunes 18 de agosto –ya prolongándose un día sobre el calendario previsto–.

El trasfondo

Más allá del programa musical, las ausencias o el caos logístico y los sucesos ocurridos por las avalanchas humanas que llegaron a Bethel pagando su entrada de 18 euros, Woodstock ha calado en el imaginario colectivo como una respuesta de la juventud hacia una forma de entender la política o las relaciones entre el poder y los ciudadanos. Aportaciones musicales de la contracultura de los 60 aparte, el rock y el folk de una época ha sido un crisol de las inquietudes sociales del momento.

Y es que hace 50 años manifestarse contra la guerra en Estados Unidos no era solo una ilusa utopía pacífica. Casi sin apagarse las consecuencias devastadoras de la II Guerra Mundial muchos no entendían el empeño americano que había llegado a cotas incomprensibles empezando con las bombas contra Hiroshima y Nagasaki hasta su prolongación con la Guerra de Vietnam, una trinchera bélica desde la que –por muy castigada que estuviera la población asiática– muchos estadounidenses solo veían los cadáveres que llegaban de vuelta en la primera guerra en la que encontramos periodista en el frente filmando sus crónicas en bobinas cinematográficos y llegando en 24 horas a todos los televisores.

Más allá de las dogas, las escenas subidas de tono en la pradera embarrada, el vandalismo… lo cierto es que mucha gente acudió hacia Bethel convencida del grito antibelicista, “una leyenda frente a la guerra, un grito de rebeldía con rock de fondo” como escribe nuestro compañero Juan Carlos Rodríguez subrayando la alianza que se dio entre música y letra, más allá de las excentricidades del festival.

Los moralistas

Tanto en el mundo de la música como los gestores de festivales han fracasado a la hora de poner en marcha un concierto que conmemorase el 50 aniversario de Woodstock. Artistas que se caen del cartel, problemas logísticos para la localización del evento han acabado con lo que estaba siendo una lucha contrarreloj para repetir, en duración y más o menos escenario, el icónico festival de los 60. Será que no hay tanto que celebrar como para que merezca un gran acuerdo entre organizadores y artistas.

Mientras, en ambiente eclesiales, se ha fraguado otra forma de acuerdo en una institución que ya va teniendo su historia: el Pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios sobre matrimonio y familia. Una entidad que ha encontrado muchas resistencia internas en su camino de ‘aggiornamento’ a la nueva pastoral familias surgida de los últimos sínodos dedicados a la familia –como en su día su fundación fue fruto de otro sínodo–.

La modernización y simplificación de los planes de estudio –en sintonía con el espacio europeo de educación superior y con la Pontificia Universidad Lateranense que ha dejado de ser el simplemente el vecino de al lado en el palacio que comparten junto a la catedral de Roma– han dejado fuera algunas cosas de esas que no quedaba más remedio que pasar por el aro: el monográfico de la Teología del Cuerpo en Juan Pablo II o la repetición de créditos de Moral Fundamental, curiosamente en manos de algunos docentes polacos cuya edad cumplidamente ha llegado a lo que se considera prudente para una jubilación. Tanto ha sido el eco mediático que hasta el propio instituto ha tenido que desmentir a sus profesores y, en algún caso, sus fundadores. Parece que se ha consumado un divorcio entre estos eclesiásticos críticos y la reforma impulsada en los tiempos de Francisco. Curiosa paradoja.

Muchos solo vieron en Woodstock una concentración de melenudos ante una música efímera que tarde o temprano pasaría. Muchos –sobre todo desde dentro, por aquello del fuego amigo justificado con argumentos morales– siguen viendo las reformas pausadas pero firmes del papa Francisco como algo pasajero y superficial sin una base teológica sólida. Ha llegado el Woodstock eclesial, aunque sea con 50 años de retraso.