Jesús Manuel Ramos
Coordinador de la Dimensión Familia de la Conferencia Episcopal Mexicana

Rayando el queso


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Blanquita le pide a su esposo Chuy, ingeniero de profesión, que le ayude en la cocina. Aquél gustoso acepta y recibe las indicaciones: “ralla el queso y pica el jitomate”. Chuy tomó su pluma y con mucho cuidado trazó tres rayas horizontales en la barra de queso y luego la insertó en el jitomate. Posteriormente pregunta, ¿Cuántas veces debo picar el jitomate? Omito contar el regaño que recibió de su esposa.



Este caso de la vida irreal, me sirve de pie para reflexionar sobre aquellas cosas que consideramos obvias para otras personas y en realidad son obvias sólo para nosotros. Muchas discusiones en casa surgen por esta causa y requieren de un buen ejercicio de comunicación para ser evitadas. Personalmente y sin afán de hacerme la víctima, he sentido a veces injusta una llamada de atención por realizar una actividad de manera equivocada, cuando la raíz de ello no está en mi intención sino en una falla de comunicación.

Dentro de todos los temas que involucra el diálogo como el mejor ejercicio de comunicación humana, hoy me detengo en un solo punto: lo obvio. Y al respecto mi experiencia me dicta una fórmula sencilla: nada es obvio. Cuando comunicamos ideas o instrucciones, muchas veces consideramos que algunos conceptos o conocimientos que nosotros tenemos los tienen todos los demás. En el caso con que abrimos la charla de hoy, Blanca consideró obvio que “rallar” implicaba el uso de una herramienta de cocina destinada a generar ralladura de queso, sin embargo el concepto no existe en la experiencia de Chuy, quien en cambio, domina el arte de “rayar“en cuadernos y pizarrones.

Si bien las indicaciones pueden entenderse distinto al mantener obviedades, es todavía más delicado el tema cuando se aplica a las emociones, pues en ese caso estaremos ante el reto de adivinar un sentimiento o una emoción que a simple vista no logramos identificar, es más: se disfraza de enojo o de otra cosa. Esto conlleva el riesgo de equivocarnos en nuestra interpretación y provocar una discusión o lastimar los sentimientos de los integrantes de nuestra familia. No te permitas mal interpretar una actitud, una emoción o una reacción de algún integrante de tu familia. Acércate e involúcrate para descubrir la realidad detrás de las posibles máscaras utilizadas para ocultar los sentimientos más profundos. Con diligencia y con paciencia acompaña a los tuyos haciéndoles sentir seguros y ofreciendo lo mejor de ti: tu amor.

Si es tu caso, exprésate con la mayor claridad posible y no disfraces la tristeza o el miedo con enojo o hermetismo, pues ello no aportará nada a la sana convivencia familiar. Muchas veces ocultamos nuestras angustias e inquietudes detrás de un rostro huraño o con actitudes exageradas que no permiten a los demás interpretar nuestro sentimiento, mientras que para nosotros, debería ser obvio.

El papa Francisco, en Amoris laetitia 137 nos comparte: “Muchas veces uno de los cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado. Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo, su ira, su esperanza, su sueño”. Esta actitud de escucha empática, paciente y diligente, debe ser aplicada no solo al cónyuge sino a todos los integrantes de la familia.

Desarrollemos el hábito de dar una real importancia a lo que expresa el otro, y al mismo tiempo, de asegurarnos que lo expresado por nosotros (como “rallar el queso”), es completamente entendido por la otra persona. No olvides que, cuando nos sentimos amados, logramos expresarnos mejor y hacernos entender.

Que el Espíritu Santo nos ilumine en el camino que conduce al corazón de nuestros seres queridos para presentarnos todos juntos ante el Padre.