¿Qué le pasa a ese niño?


Compartir

Hoy tocó al timbre una vecina. Venía a recoger un paquete que habían dejado en mi casa para ella, de esos favores tan comunes como prestarse un limón o unas lentejas que no te quedan. Venía ella de hacer recados con sus nietos a cuestas, como tantas otras abuelas luchadoras que con su rutinario esfuerzo contribuyen a que hijos y nueras puedan seguir hacia adelante porque no tienen acceso a una adecuada conciliación familiar.



Mientras yo le alcanzaba el paquete, uno de sus nietos ha decidido que ya no quería subir más escaleras, de manera que he presenciado una escena en la que el niño se revolcaba por el suelo mientras vociferaba una considerable cantidad de negativas a levantarse y avanzar. En ese instante mi hijo, curioso, se ha acercado por el pasillo y, asomando un poco la cabeza por uno de mis laterales me ha preguntado: “¿Qué le pasa a ese niño?”.

La pregunta puede parecer trivial, una de las muchas que se entremezclan y se repiten a lo largo de un día cualquiera: “¿Qué es eso?”, “¿por qué pasa aquello?”, “¿Me enseñas lo de más allá?”…

Sin embargo su pregunta me ha hecho reflexionar, porque he tenido la sensación de que hablaba desde dos perspectivas diferenciadas.

Educación emocional

En la educación que ha recibido desde que nació se le ha enseñado a gestionar sus explosiones emocionales y expresar en la medida de sus posibilidades aquello que le perturba o molesta; así, la reacción de ese ‘otro’ se le antojaba extraña. “¿Por qué no habla? Su abuelita le entenderá y podrá ayudar mejor”. Creo que, por un momento, he caído en la vanagloria de felicitarme a mí mismo por todo el esfuerzo que requiere transmitir una educación emocionalmente saludable.

De otro lado, “¿qué le pasa a ese niño?” se ha transformado en “¿qué le pasa a esa persona?”, algo que yo mismo me he preguntado muchas veces en relación a comportamientos humanos que he presenciado, en mi día a día y también en tierra de misión. Actos violentos, vidas desordenadas, incomprensiones, etc.

Y en mi caso concreto, ¿acaso no responde eso a una falsa sensación de superioridad moral e intelectual que me hace creer que yo tengo la respuesta más efectiva y eficiente ante casi todo? ¿Estaré cayendo en la creencia de que “yo sé hacerlo mejor”?

Un niño refugiado en Idomeni, Grecia

Me voy al segundo capítulo de la primera carta a los Tesalonicenses (1Te 2, 1-12) y me encuentro cara a cara con un Pablo que se quita méritos y recuerda que no está allí para recibir honores; que, aun a riesgo de ser pesado, persiguió a unas y otros para anunciar la Buena Nueva; y que, además, trabajaba para ganarse el pan y no resultar una carga para la comunidad.

Mientras tanto, yo felicitándome por lo “buen padre” que estoy resultando. No, muchacho, andas desencaminado. Despréndete de la vanagloria tan rápido como te lavas las manos.

Ojalá pueda yo hacerme eco de esa dinámica vital y que las personas en mi camino no solo me generen curiosidad o disgusto por su saber “hacer o deshacer”, sino que pueda dar un paso al frente para tenderles una mano amiga que colabore con ellas sin perseguir la enseñanza de mis propios “haceres y deshaceres”.

Tengo muchos “¿qué le pasa a ese niño?” por silenciar dentro de mí.

A estas alturas imagino que aquel niño retorcido en el suelo y rojo de la ira como un tomate ya habrá pasado por una o dos duchas y alguna que otra friega con gel hidroalcohólico. Son los tiempos del Covid.