Antes de escribir ya sé que este post va a ser puesto en cuestión por una parte importante de quienes lo leáis. Aún así, te invito a concederme la oportunidad de explicarme.
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Europa la débil
En su práctica política exenta por completo de diplomacia verbal, el presidente de los Estados Unidos afirmó hace unos días que los líderes europeos son “débiles”. Una debilidad que señala como causa de la decadencia del continente y que, según él, se manifiesta en ámbitos como las políticas migratorias o la ineficacia ante la guerra de Ucrania.
La opinión de Trump se enmarca en el contexto de la nueva Estrategia de Seguridad de su país, que vendría a funcionar como el contrapunto de aquello que reprocha a Europa y que se caracteriza por una política nacional basada en la firmeza y la exhibición de fortaleza y la demostración de dominio en el plano internacional.
Como siempre, habrá gustos para todos los colores a la hora de valorar esta cuestión.
Sin embargo, a raíz de todo ello, me preguntaba hasta qué punto podría tener sentido, precisamente, apostar por “gobernantes débiles”, o si la solución a los males de la humanidad pasa necesariamente por figuras que encarnen la dureza, la intransigencia, la exigencia extrema y la inflexibilidad ante aquello que diagnostican como las causas de los problemas sociales y económicos.
La cuestión no es nueva. A lo largo de la historia encontramos numerosos ejemplos de líderes y lideresas caracterizados/as por su mando marcial y sus estrategias del miedo (Gengis Kan), por su “carácter de hierro” (Margaret Thatcher) o por la crítica radical a todo lo contrario: cuando gobiernan los débiles se produce una sociedad cómoda, mediocre y hostil a la grandeza (Nietzsche). Y también hay culturas y latitudes donde achacan a la debilidad cultural, de defensa y de organización, el haber sufrido sometimiento o invasión.
Y, sin embargo, a pesar de todo ello, creo que es oportuno reivindicar la importancia de que quienes capitaneen los barcos de la gobernanza tengan algo –y no poco– de “debilidad”.
Las vasijas se rompen
No olvido –y por eso creo que mis palabras adquieren mayor fuerza– que escribo desde una publicación cristiana y que este blog se inspira en el “amor político”, o caridad política, que el papa Francisco proponía en Fratelli Tutti.
Conjugar en clave cristiana la palabra “política” y todo lo que esta conlleva debería, por coherencia, estar en consonancia con los valores que propone el Evangelio. ¿Qué lugar, entonces, otorgamos en la práctica política a afirmaciones como “cuando soy débil, entonces soy fuerte” o “mi poder se perfecciona en la debilidad” (2 Cor 12), o aquella de “llevamos este tesoro en vasijas de barro” de (2 Cor 4)?
¿Son expresiones reservadas únicamente para una vivencia intimista o privada de la fe? ¿O puede la “debilidad”, entendida como la conciencia de las propias carencias, vulnerabilidades y límites (que nos remiten a la necesidad de los demás y del “Otro”, con mayúsculas), ayudar a orientar una ciudad, una comunidad, un país hacia el rumbo adecuado, sin caer en un “buenismo” estéril e inoperante? La cuestión da para mucho.
La autoridad de la debilidad
Hace años conocí un profesor de literatura que, al abordar las descripciones de personajes, utilizaba como ejemplo el relato evangélico del publicano y el fariseo (Lc 18). Aquel en el que el fariseo, altivo, daba gracias a Dios por no parecerse al “pecador”, mientras que el publicano, humilde, sólo pedía misericordia por su condición.
Al terminar, el profesor preguntaba a sus alumnas con cuál de los dos se quedarían si tuvieran que elegir. Me contaba que la inmensa mayoría optaba por el publicano.
Y es que, con las excepciones propias de nuestra variada fauna humana, las personas solemos sentirnos más conectadas con quienes reflejan una humildad sana y auténtica –no impostada– que con quienes exhiben soberbia o engreimiento.
Nada de lo anterior garantiza, obviamente, que alguien humilde vaya a ser gran gobernante. Pero, sí deja entrever que quienes se autoperciben de manera sana como limitadas y frágiles están en mejores condiciones de empatizar con los demás, dejarse afectar por los problemas sociales y buscar soluciones reales, efectivas y duraderas (no como las que nacen sólo de la imposición, la coerción o el dogmatismo autocrático, que tienen sus días contados: hasta el cambio de color político).
Quien se sabe débil busca ayuda y hacer las cosas desde el entendimiento; no se siente autosuficiente. Es consciente de la fragilidad de los procesos y de la necesidad de transitarlos con paciencia. Es más permisivo con los errores ajenos, más capaz de empatizar con ellos, y puede convertirse en verdadero servidor del bien común, alejándose de los propios intereses. Sabe, en definitiva, que una personalidad “desarmada y desarmante” (siguiendo al papa León) puede plantar cara con autoridad -y a menudo con eficacia, aunque sea transida de sufrimiento- a quienes se presentan como fuertes e invencibles.
No sé si es mucho imaginar todo eso.
Pero, cuando pienso en políticos/as y cargos con autoridad que me resultan personalmente “atractivas” y en quienes confiaría la toma de decisiones importantes, pienso precisamente en perfiles así.
Puede que esté muy equivocado. Pero como poco creo que da que pensar.
Lo iré a confrontar estas Navidades con el Rey de Reyes… el que nació, por cierto, en un pesebre-. Bendita debilidad.

