La playa del silencio


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En ‘Chesil Beach’, de Ian McEwan, una joven recién entrada en la edad adulta no tiene nadie con quien hablar acerca de las relaciones conyugales. No es una historia ambientada en una aldea de la estepa extremeña antes de la guerra; Florence es una muchacha instruida y chic que estudia música y se relaciona con hombres en el natural ambiente sexuadamente mixto de los universitarios británicos de los años 60.

Pero un hombre maravilloso y vital llega a su regazo con intención de casarse y de esperar emocionado a la noche del himeneo para que sus cuerpos se encuentren, y ella es incapaz de compartir su ilusión. Porque lo único que sabe de hacer el amor son incómodas pesquisas técnicas sacadas de manuales de higiene matrimonial. Su hermana es muy joven, su padre es un desconocido y su madre es intelectualmente inaccesible, más preocupada por ofrecer una apariencia tolerante, liberal y cosmopolita que por hacer de confesora de las que deberían ser sus verdaderas admiradoras: sus hijas.

Un rito humillante

Lo que pudo ser un amor fértil, meloso, candoroso, juvenil, fragante y sanguíneo, de polen y cera, sacado de ‘El Cantar de los Cantares’, se convierte una vez más, tras siglos de tartamudez y rubores, en un rito viscoso y humillante que Florence no es capaz de atravesar y que interrumpe, provocando la desesperación e ira de su marido enamorado, asqueada, para correr lejos de la habitación donde debería haber empezado su vida como una sola carne. Y todo por el maldito silencio.

Ni siquiera la Iglesia ha estado a la altura; siglos de encogimiento frente a misterios ultraterrenos para dejar a la deriva el tejido de la humanidad y sus costumbres e intimidades. De la Biblia se olvida que todos los patriarcas y reyes tuvieron esposas, que allí estaba el vino en el ombligo, la incomodidad perfecta del momento en que se rasga la virginidad, el fantástico barrizal del parto. Las mujeres han sido apartadas de esos pasajes hasta hace días, como si fundirse maritalmente, abiertos a que la vida florezca, fuera menos admirable que la oración rocosa y continua o el extravío en rincones apartados de un mundo juzgado erróneamente como podrido.

La incomprensión del pastor

Florence no puede hablar con el reverendo en su despacho. Él no la comprendería ni querría hacerlo. Para él, lo más insigne del matrimonio termina con la retirada del velo y el intercambio de sortijas; lo que suceda bajo las sábanas es un engorro que distrae demasiado a los hombres y que las mujeres tienen que tragarse como el ricino como precio de renovar la vida humana y construir una generación más de niños.

En los países de cultura mediterránea, vamos dando precavidos pasos para convencer a los cristianos que viven en comunidad de que deben honrar y deleitarse en el sexo tal y como el Padre Creador ha preferido que fuese. Reservarlo, postergarlo y perfeccionarlo no ha de entrar en comunión con despreciarlo, minusvalorarlo o enjoyarlo con vergüenza. Los laicos son la Iglesia mayoritaria, y buscan otra mitad con la que sembrar el mundo de genuina pasión y alegría multidimensional, con o sin descendencia.

Dios está presente

He aprendido mucho de esta novela y de la película en la que se basa. Dios debe estar presente en cada amor humano, pero no solo en el vestido blanco y en los tímidos besos de los dieciséis años, sino también en la urgencia hormonal, la desnudez y el éxtasis. Solo comprendiendo que, si Él lo bendice, no hay nada que temer y mucho de lo que hablar, podrán los jóvenes que sigan a Cristo evitar que, como en la playa de Chesil, tantas expectativas se transformen en arena esparcida por culpa de la severidad y una terrible óptica pacata ante lo que, desgraciadamente, se ha considerado el camino fácil, el de las personas menos elevadas, en la Iglesia.

Díganlo alto: dos hijos de Dios que hacen el amor son una erupción de dignidad y magnificencia.