VIERNES
Basílica de San Pedro. Me siento frente a él. Una hora larga. Esas horas largas que siempre supieron a regalo inmerecido. A confianza impagable. A sinceridad sin florituras. A verdad del Evangelio. A santidad que se respira.
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DOMINGO
Están en la puerta de la Curia de los jesuitas. No sé si son ellos los que se lanzan a darme un abrazo. O si soy yo quien les avasallo. Soy yo el que les necesito. “¡Lo tengo aquí guardado!”, me dice Juan señalando su rosario. Juan y Segis son dos españoles que merodean el Vaticano. Invisibles para los turistas, cuando no motivo para cambiarse de acera. Cuando viajé al Vaticano en enero, me los topé a las puertas de la Sala Stampa. Les di el dinero suelto que tenía. Pero, siguiendo el imperativo bergogliano, les miré a los ojos y comenzamos a hablar. Un día tras otro me los encontré en diferentes lugares.
Hasta que llegó el lunes en el que me reunía con Francisco. A media tarde. Como otras tantas veces. A mitad de la conversación, se lo solté: “Usted tiene la culpa de haberme complicado la vida con dos tipos. Su empeño por poner rostro y nombre a cada empobrecido ha tumbado mi limosna calmaconciencias”. Esperaba una medio sonrisa de las suyas y una homilía exprés. No. “Levántate, entrás en mi despacho, abrés el cajón derecho del escritorio y tomás lo que quieras”. Me quedé congelado. Y mudo. No sé cuánto tiempo pasó. Lo suficiente para insistir: “¡Vamos!”.
Obedecí. Me vi en el centro de operaciones de Bergoglio. En el corazón de la caridad. Abrí el cajón. Tomé los dos primeros billetes y fui corriendo a enseñárselos asidos por las esquinas, como para no mancharlos. “¡Me llevo esto! Pero ¿qué hago si no veo a Juan y a Segis?”. Repuesta de un padre: “Te lo guardas hasta que los encuentres”. No hizo falta buscar. En cuanto llegue a la Via della Conciliazione, allí estaban. Segis y Juan. Primero les entregué un par de rosarios remarcándoles quién era su nuevo padrino, sin decirles nada de lo que venía después. ¡Fue la fiesta de los bienaventurados! Después llegaron los euros. Juntos grabamos un audio para el ilustre benefactor.
Han pasado tres meses. Alguien o ‘álguienes’ les arrebataron su dignidad. Yo les he robado un abrazo.
