‘Hierro’: Marta y Candela


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Estas semanas el Pueblo de Dios, nosotros, ha seguido con interés el hipotético caso de beatificación de Marta, una de las desafortunadas víctimas de uno de los peores depredadores sexuales del país, allá por los 90. No conozco en profundidad los pormenores del calvario gratuito y bárbaro de la muchacha, ya que son asunto de los informes forenses, de la familia y de aquellos miembros de la Iglesia que tratarán de extraer conductas de ejemplaridad cristiana de los últimos minutos de vida de la chica. Pero me descorazona un poco ser testigo de que, una vez más, el suceso truculento, llamativo y cruento hace encender las alarmas de martirio, retrotrayéndonos al mundo antiguo con sus leones y clavos, o a la guerra civil, con sus conventos profanados, y de que los heroísmos soterrados de individuos con historial mediocre no servirán para imprimir estampas.
He visto en estos pocos días a su vez la serie ‘Hierro’, que merece todos mis elogios por mostrar una España ultramarina que parece ignota y por traer bajo el foco a actores canarios sin antecedentes de éxito que no necesitan impostar acentos. En esa isla que nadie nombra, Candela, jueza exiliada desde la Península, se enfrenta a un asesinato que será la fachada de un juego de matrioshkas.

Una realidad no idealizada

Candela es una mujer que no parece adecuada para encabezar un reparto actoral. Se le marcan las carnes bajo el vestido, no toma amantes durante su aventura criminal, no esconde su edad madura (lo cual la hace tan atractiva como un higo abierto en verano) y tiene que cuidar a un hijo que parece sufrir parálisis cerebral con alguna variante. Nico sonríe sin parar pero sin fuste, babea, come con dificultad, ignora la fonética y necesita que lo acuesten, pero te arranca lágrimas con sus arrolladoras ganas de beberse la vida, escuchar música, girar en su silla de ruedas como en una atracción de feria y sentir el sol en la cabeza. En otra serie, Nico ni existiría, porque no habría llegado a nacer o ejercería de comparsa antipreciosista. Aquí, triunfa el humanismo y el sentido: es una pieza axial y además no se idealiza lo que supone la maternidad junto a él, como demuestra el episodio de la noche en vela en el hospital por el ataque de convulsiones.
Candela no se resiste en ningún momento a ser violada, ni siquiera se ve en ese trance. Su vida será más larga y sosa, pero nos hace entender que subirá sola las cuestas con su hijo y soportará que todas sus posibles parejas la rehúyan cuando vean que tendrán que compartir techo con una persona que parece un saco. En ningún momento se plantea otra cosa que entregar cada hálito de vida a ese saco. Su vida es mil veces más áspera que la de cualquier sacerdote diocesano español con casa parroquial con solera al que regalan bizcochos de chocolate. Pero si Candela existiera dudo que se plantearan un nombramiento de sierva de Dios o una beatificación tras su muerte, porque es divorciada, agnóstica y problemática para unos círculos en los que siguen cuchicheando si tienes un matrimonio anulado a tus espaldas o llevas unos años casada y no has concebido.

Entrega por amor

Simplemente, quería dejar constancia con esta confrontación ficticia de mujeres de mi tristeza ante tantos (quizá no intencionados) olvidos de la vida común y corriente que también es grata a los ojos del Señor. No hace falta que un grupo de milicianos nos ponga en la coyuntura de abjurar o morir para que de nuestro nombre quede algo de constancia. Hay muchas Candelas cuya entrega por amor se debería propagar en cada iglesia local tras su fallecimiento. No esperemos a que nos arrebaten suciamente virginidades que de todas formas ahí seguirían, pues, para Dios, sigues siendo un ser puro y todavía más digno de amor si sobrevives a semejante locura, para que nuestra cara pueda aparecer en dípticos, folletos y hojas parroquiales.