Escuchar la Tierra


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Esta es la clara invitación del papa Francisco para el próximo Sínodo de la Amazonía: escuchar la Tierra, el planeta que nos alberga y del que formamos parte, girando astronómicamente alrededor del Sol en una órbita precisa y silenciosa. Ecológicamente, en cambio, orbita en torno a nuestros intereses en una deriva tóxica que muy bien podría ser su fin.

El Papa de la misericordia nos invita a abrir los oídos a la voz profética de la naturaleza, que hablaba ya de la grandeza de Dios desde mucho antes de la aparición de los seres humanos sobre la Tierra. Nos invita a escuchar los rumores de un mar que fue el origen bioquímico de la vida, a escuchar el bramido largo y azul de los cetáceos, la oculta algarabía de los anfibios y los pájaros, el zumbido ubicuo de los insectos, el frenesí de los peces, la voz del viento, que puede ser ira o caricia, brisa o ciclón, el ciclo eterno del agua que marca el curso de las estaciones y genera, al mismo tiempo, los desastres de la inundación y la bendición de las cosechas.

Escuchar la voz ancestral de los pueblos amazónicos, llenos siempre de vida mística y de sabiduría espiritual. Escucharles, porque ellos pueden evangelizarnos hoy en el respeto convivencial que nos exige el entorno, liberarnos de la prisa de un progreso sin frenos, reeducarnos en la sacralidad radical de la Tierra y de todos los seres que la pueblan.

Vista general de una región selvática cercana a Manaos, en la Amazonía brasileña

Son voces proféticas muy antiguas, anteriores a todos los profetas conocidos. La voz de Dios desde el Génesis, resonando en la tumultuosa armonía de la creación. Voces que nos invitan a seguir una vida franciscanamente más sencilla y más fraterna, a convivir sin expolios, a compartir sin usuras. Voces que nos enseñan que la vida ha sido desde sus orígenes una gran lección de interdependencia y de diversidad, y que nosotros debemos ser esencialmente fieles a ese principio creador que nos hizo diversos, pero interdependientes; distintos, pero necesarios.

El ser humano no es solo un ser social por naturaleza, como tantas veces se ha repetido. Es también un ser ecológico por naturaleza, cuyo pasado solo puede explicarse en el contexto local de su territorio de origen y cuyo futuro está ligado al destino global de la biosfera en la que vive.

Desde luego, es también un ser espiritual por naturaleza, sensible a la huella que lo sagrado dejó al amasar el barro de su materialidad. Es un ser capaz de buscar constantemente a su alrededor metáforas de la divinidad: los astros y su fidelidad cíclica, su luz tranquilizadora en la oscuridad de las peores noches, la generosidad centuplicada de cada semilla, la llama que alumbra y calienta, la previsión de quien supo encenderla para todos, el padre y su protección solícita, la madre y su acogida incondicional, el pan compartido, los rostros, las miradas, las sonrisas, las manos… Un animal invitado a la trascendencia; un animal que se hizo humano precisamente porque llegó a ser el alma y el cerebro de la biosfera. Por eso, nuestros destinos son hoy el mismo destino. Por eso, nuestra obligación es escuchar la Tierra.