Érase una vez en el Imperio Romano


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“Estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste, todavía y como siempre, al invasor”. Con estas palabras comienzan los álbumes ilustrados del personaje Asterix el Galo (creado por R. Goscinny y A. Uderzo) y vienen a cuento porque hace poco tiempo que en casa estamos redescubriendo sus aventuras coincidiendo con la reapertura de las bibliotecas municipales 



Los irreductibles galos

El primer álbum ilustrado de Asterix el galo fue publicado en 1961 y, a partir de entonces, fueron surgiendo numerosas aventuras y otros productos derivados. Si bien hoy día ha ido decreciendo la incidencia del personaje en la cultura popular, son muchas las generaciones que todavía recuerdan las palabras con las que daba inicio a esta entrada. La aldea de irreductibles galos acompañó a miles de personas en su proceso de desarrollo personal y madurativo.

Al retomar de nuevo las historias mientras leo y explico cada viñeta a mi hijo, me surgen interrogantes y cuestiones que, en su día, no tuvieron a bien hacer acto de presencia en mi cerebro. De todo ello, quizás lo que más eco produce en mi interior es lo relativo a la idea de los “irreductibles galos” que resisten al invasor.

La turismofobia

Durante la Semana Santa que finalizó hace unos días volvía a aparecer en titulares de diversos medios la controvertida fobia que se difunde en muchos lugares -especialmente costeros- hacia la llegada de turistas procedentes de otros puntos de la geografía mundial con motivo de la interrupción transitoria de la actividad laboral. La pandemia y sus consecuencias han disminuido el tránsito de personas, pero no han conseguido hacer lo mismo con la turismofobia. De un modo análogo a como sucede en las historias de Asterix, un grupo de “irreductibles” resiste ahora y siempre al invasor enarbolando eslóganes y actitudes de rechazo activo, hecho que conecta directamente con el punto 37 de la encíclica‘Fratelli Tutti’, si bien el texto no se refiere al desplazamiento por ocio: “Tanto desde algunos regímenes políticos populistas como desde planteamientos económicos liberales, se sostiene que hay que evitar a toda costa la llegada de personas migrantes”. Nuestras fronteras se cierran selectivamente, insensibles a la sangre y al sufrimiento. 

A partir de ahí, estaba dando vueltas al adjetivo irreductible y me venían a la cabeza otros muchos adjetivos con el prefijo i- o in-: insensible, ilimitado, insalubre… De entre todos los que han ido surgiendo, uno me ha llamado poderosamente la atención: insalvable.

Insalvable.

Insalvable.

In…

…salvable.

Insalvables

Me parece un adjetivo poderosísimo al que se puede dotar de una carga teológica descomunal. ¿Existen las personas insalvables? ¿Qué implicaciones puede tener sobre la experiencia humana de cada día? ¿Se trata de algo transitorio o permanente? Mentes más sesudas que la mía podrán dar respuesta a estas cuestiones y a otras derivadas; estas entradas no tienen por objeto convertirse en ensayos teológicos, para los cuales me faltaría además una amplísima formación. Al margen de lo anterior, si para Dios existe un antagonista personificado bíblica y teológicamente en la figura del Maligno, tal vez para la Historia de la Salvación exista una suerte de Contrahistoria, la “Historia de la Insalvación”, concretada en aquellos individuos que la propia historia de la Salvación pudo llegar a considerar insalvables.

Y si lo anterior es cierto, que no digo que lo sea, el hilo de pensamiento puede fluir hacia la ‘Irresurrección’ como antítesis de la Resurrección.

agujero

Acabamos de estrenar el tiempo litúrgico de la Pascua y las redes sociales -virtuales o no- se han llenado de felicitaciones pascuales y de frases e imágenes relativas a la alegría propia de encontrar el sepulcro vacío. Lo que a veces me planteo –como por ejemplo a propósito de la posibilidad de que exista una posible ‘irresurrección’–, es el lugar que ocupan aquellas personas que no han sabido o podido experimentar dicha alegría por el motivo que sea, ¿qué papel ocupan en la Pascua? La depresión, el sufrimiento extremo y continuado, las especiales características intelectuales, etcétera, pueden impedir el acceso al gozo pascual. De ser así, ¿han participado tales personas del Misterio? 

No me refiero a una actualización del relato de Juan relativo a Tomás (cf. Jn 20, 24ss) en el que la incredulidad y la increencia llevan a la búsqueda de signos concretos y visibles. Trato de razonar acerca de la multitud de personas que habiendo creído y vivido no han participado de un anticipo de la Resurrección alegre y gozosa porque en el contexto de su existencia particular no ha sido posible. ¿Qué sucede con ellas? ¿Se les despide con una palmadita en la espalda mientras escuchan ‘ánimo, a ver si al año que viene puedes’? ¿Es –o puede ser– una carga excesiva para los corazones maltratados?

Irresurrectos

Por breves intervalos de tiempo, la Pascua me llega a abrumar con los interminables mensajes de gozo y alegría que se multiplican por doquier. La mística compartida de la experiencia de la Resurrección se termina por banalizar como una felicitación mecánica cualquiera, como un felicidades dicho a la ligera. A veces, los procesos espirituales se contaminan de una lógica neoliberal similar al “sálvese quien pueda” y se centran tanto en la experiencia íntima y personal que dejan de lado a esas personas incapaces de salvarse, las insalvables que decía unos párrafos más arriba. La mística de la Resurrección o es compartida o se trata de una alegría desmistificada (que no desmitificada). Con la llegada de la Pascua, todo el mundo quiere convertirse en las mujeres que descubrieron el sepulcro vacío, siendo las primeras testigos de la Resurrección. Demasiado a menudo se olvida que ese gozo primero llevó a compartirlo con otras personas. Las mujeres se presentaron en medio de aquel grupo de varones rudos e incrédulos y expusieron su experiencia personal. Al final, la alegría compartida les hizo ponerse en camino para transmitirla al mundo entero.

Ahora bien, con cada actualización anual de ese primer Misterio aparece también la tentación de propiciar una especie de pasaje análogo al de la Transfiguración (cf. Mt 17, 1ss), no en el Tabor sino frente al sepulcro vacío; o en la habitación en la que estaban encerrados los Apóstoles; o en la casa de los de Emaús; o en cualquier otro lugar donde la Resurrección jugase un papel crucial en el relato evangélico. “Qué bien se está aquí contemplando al Cristo resucitado y victorioso”.

¿Y qué pasa con esa persona del rincón? ¿Por qué está triste? “Si no experimenta esta alegría que se reproduce y transmite por su misma fuerza debe de ser porque no quiere hacerlo”, dice alguna que otra voz interior. 

Pensaba yo que, tal vez, debemos prestar atención a quienes a nuestro alrededor han llegado a la Pascua ‘irresurrectos’ a la Persona Nueva; no sea que facilitemos la aparición de ‘insalvables’.

Y pensaba también que lo único que debería permanecer irreductible ahora y siempre frente al invasor tendría que ser nuestra fe en el Cristo Resucitado.