Enrique Lluc
Doctor en Ciencias Económicas

Encuentro en el AVE


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Me senté a su lado, era el sitio que tenía asignado y rápidamente me di cuenta de que no estaba en su lugar. Su cara pintada en exceso, su ropa gastada, su corta minifalda, sus abalorios fuera de lugar, su tipo extraño y la vieja maleta que había puesto en el estante superior… No, decididamente no era el tipo de persona que viaja en el AVE desde Valencia a Madrid.



Pronto confirmé lo que ya intuía. Hablaba por teléfono con un vocabulario pobre y un tono estridente que hacía que inevitablemente escuchase su conversación. Me era difícil centrarme en mi libro. Con frecuencia pasa esto en los trenes o en los autobuses, oyes una conversación a quien está a tu alrededor. En ocasiones es intrascendente y puedo inhibirte de escucharla, pero en otras me es imposible hacerlo. Te cuentan historias de personas que no conoces y que, probablemente nunca volverás a ver, pero que acaban interesándote, de las que puedes aprender algo.

Esta fue una de ellas. Había huido de su casa, estaba harta de su familia, no iba a volver, lo tenía decidido, no había marcha atrás. Intentaban convencerla desde el otro lado del auricular pero la decisión estaba tomada. Varios fueron los interlocutores con los que habló durante el corto viaje entre las dos ciudades y así supe que había un hombre esperándola en la otra parte de España, que no lo conocía mucho pero que le había prometido que estaría bien con ella, que había comprado el billete de AVE y le había costado más caro de lo que esperaba y que no tenía dinero para el autobús que debía tomar en Madrid, que vería cómo se apañaba pero que al menos un bocadillo podría tomar. Salía de un infierno para ir a un paraíso, al menos así lo creía ella.

Cuando llegamos a Madrid me abordó y me pidió que le indicase cómo tenía que hacer para salir de la estación de Atocha y llegar a la estación de autobuses donde debía tomar el bus para Santander, su destino final. Así que le ayudé, me habría gustado decirle que creía que no iba a un paraíso, que todo pintaba mal, pero no tuve valor, simplemente le acompañé a la salida, le dije cómo ir a la estación de autobuses, le pagué el metro y le di veinte euros sin que me los pidiese para que pudiese afrontar el gasto del autobús.

Una amiga que trabaja con colectivos desfavorecidos me afeó que le hubiese dado dinero, pero bueno, me salió de las entrañas y lo hice, no fue premeditado. Me dio las gracias, me sonrió con una cara que reflejaba más miseria y miedo que alegría por el regalo inesperado, y se fue por donde le indiqué a buscar ese futuro diferente que no sé si encontraría.