Después de mi viaje a Uganda (III)


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Uganda tiene un sistema sanitario público gratuito, con hospitales en todas las capitales de distrito (nuestras provincias) y centros de salud de distintos niveles en otras localidades, clasificados según el nivel de resolución respecto a los partos (según puedan o no realizar cesáreas). Por lo general están mal dotados; a veces, los sanitarios cobran por realizar procedimientos o administrar medicamentos, quizás porque el salario es bajo o a veces el Gobierno se retrasa en el pago. En los hospitales el personal suele estar más cualificado. De hecho, he conocido médicos ugandeses excepcionales, con habilidades clínicas brillantes.



Sin embargo, los hospitales –tanto públicos como misionales– no se parecen a los que aquí conocemos: los medios diagnósticos y terapéuticos, aunque existen, son escasos o no funcionan. Los pacientes tienen que llevarse su ropa de cama y la comida que consumen, tanto ellos como los familiares que les cuidan, y muchas veces la limpieza deja que desear y no es infrecuente encontrar animales domésticos correteando por las salas. Además, siendo los transportes precarios o inasumibles desde el punto de vista económico, los familiares acampan en el hospital mientras dura el ingreso, cocinan sus comidas, duermen lo más resguardados que pueden debajo de los árboles o en los pasillos del hospital y limpian sus enseres y ropa en las fuentes y lavaderos que todo hospital posee. Resulta muy colorista, pero desde luego nada cómodo.

Médico general

Un brecha cultural

En cuanto a los cuidados sanitarios, hay una brecha cultural que resulta difícil de franquear. El concepto de urgencia/emergencia apenas existe y la enfermería y los cuidados que se proporcionan suelen ser desastrosos. Las familias compran en el hospital los medicamentos que el médico prescribe, los entrega a enfermería y se supone que se administran, al menos los endovenosos. En los orales, el paciente debe tomárselos si está solo o la familia se los da. Esto hace que el proceso sea lento y que, desde el momento que prescribes –medicamentos que a veces pueden suponer la diferencia entre la vida y la muerte a corto plazo– hasta que el paciente recibe el fármaco, pueden pasar horas. Eso en el mejor de los casos; en otros, no hay dinero para comprar la medicina en la farmacia del hospital. Otras, o la enfermería no lo administra o no hay constancia alguna del hecho, y es imposible saber si el paciente lo ha recibido. Un proceso que parece sencillo –prescribes, se administra por personal en teoría cualificado– puede así convertirse en una pesadilla.

Porque el tercer mundo no solo lo es por la carencia de medios, sino por las dinámicas culturales y laborales que existen; a veces hay medios, pero se utilizan mal. Quizás estas dinámicas que resultan perversas son lo más costoso de asumir en el ejercicio de la medicina en África, porque, además, por lo general, escapan a la posible influencia, que se intenta sea beneficiosa, de un médico especialista visitante en un hospital africano. Las he constatado una y otra vez a lo largo de los años y mi conclusión es que no se derivan de la mala voluntad; tan solo no se saben hacer las cosas mejor y, en ocasiones, tampoco se quieren aprender.

Humildad

Es necesario conocer todas estas realidades antes de ir de cooperante o voluntario al tercer mundo, e intentar, con humildad, proponer aquello que se considera que pueden ser mejoras. Con cortesía, pero con firmeza, intentando no herir susceptibilidades. Con franqueza, debo decir que, si los cuidados de enfermería no mejoran en los hospitales misionales –en general nuestro campo de influencia–, no mejorará la calidad de la asistencia, y se asemejarán cada vez más a los públicos, y los pacientes irán a ellos cada vez menos, porque, si van a recibir los mismos mediocres cuidados, ¿para qué pagar por ellos?

En la siguiente entrada espero, por fin, describir la Uganda fuera del hospital que he tenido la oportunidad de visitar. Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.