Dar la vida


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Martes Santo. El Evangelio de Juan cuenta cómo Judas toma un pedazo de pan y se marcha de la habitación a poner en práctica eso que le dice Jesús que haga pronto (cf. Jn 13, 27). Un poco más adelante, después de que Judas haya salido de allá, Jesús anticipa otra marcha: la suya (cf. Jn 13, 33). El texto presenta ambas salidas como si habláramos de las caras contrapuestas de una misma moneda: el uno sale para entregar la vida ajena y el otro anticipa que dará la propia.



¿A cambio de qué?

Y cuando todo esto sucede, Pedro –que ya había tenido un arrebato emocional previo durante el lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 6-8)– le espeta que cómo es que no iba a poder seguir a Jesús si estaba dispuesto a entregar la vida por Él (cf. Jn 13, 37). A aquel pescador más rudo que erudito le debió pasar lo que a gran parte de la humanidad cuando nos hierve la sangre: que utilizamos expresiones alegremente sin medir la magnitud de las mismas.

Pues en esta reflexión me encontraba cuando me vino a la memoria un pasaje de la vida de mi hijo que tiene que ver con esta cuestión. Si alguna vez has vivido un embarazo de cerca –o muy de cerca– estarás al tanto de que el personal sanitario pertinente debe realizar un seguimiento del desarrollo del embrión y feto por medio de ecografías para controlar el natural avance de la gestación.

Ecografía en la semana 20

La semana 20 de desarrollo es especialmente importante porque es cuando se realiza la ecografía morfológica que permite valorar la maduración que han alcanzado los diferentes órganos internos del feto. En muchos casos suele ser una ecografía muy esperada porque se pueden determinar –con casi un 100% de acierto– las características sexuales primarias que tendrá el bebé cuando nazca.

En nuestro caso concreto –como en el de muchas otras personas–, nos encontramos con la situación de que ese día mi hijo no tenía ganas de reorientar algunas partes de su anatomía para que la ginecóloga pudiera hacer las mediciones pertinentes. Por tanto, fuimos citados para regresar un par de semanas después para ver si en esa ocasión había más suerte y el feto se dejaba ver. Si te preguntas dónde queda el Martes Santo en todo esto, te responderé que, si tienes paciencia, enseguida lo verás.

Una visita crucial

Aquella siguiente visita terminó siendo crucial porque, en las dos semanas transcurridas desde la anterior, el cuello uterino se había dilatado varios centímetros y había dejado escapar hacia afuera el saco amniótico, que protruía ostensible y peligrosamente. Ninguno de los profesionales presentes –y hubo varios– se atrevía a empujar la bolsa de nuevo hacia adentro porque el riesgo de rotura era alto, así que la visita se alargó y quedamos allí ingresados. En aquel momento, la posibilidad de nacimiento prematuro era muy elevada. Fuimos informados de que si el saco (la bolsa) se rompía, el pronóstico no era bueno; al fin y al cabo, no es fácil prosperar con apenas 22/23 semanas de vida. Fuimos trasladados de urgencia al hospital de referencia más cercano para que realizaran un cerclaje de emergencia.

Aquí es cuando viene la relación con el Martes Santo. De aquella experiencia, recuerdo con nitidez conducir detrás de la ambulancia, de camino al otro hospital, elevando a Dios una plegaria muy concreta: “Padre, si una vida debe terminar, toma la mía en su lugar”, que era más fruto de la angustia que de la razón.

Prometer sin llorar

Mis lágrimas e impotencia de aquel momento contrastan con la ligereza que el evangelista achaca a Pedro a la hora de expresar tal nivel de entrega voluntaria. “Estoy dispuesto a dar mi vida por ti”, le dice el pescador; ¡y lo dice así sin llorar ni nada!

Reflexionado posteriormente con frialdad, no es difícil llegar a la conclusión de que a Dios no le agrada eso de “una vida por otra”, como si la vida humana tuviera la misma validez que cualquier otro bien de mercadeo y fuera lícito usarla para un trueque. ¿Qué Dios malévolo querría llevarse una vida sin importar la que fuera? “Mira, he venido a segar un alma, me da igual la que sea, poneos de acuerdo vosotros”. ¿Es acaso mi sangre equivalente a la de un primer nacido de los rebaños de Abel? (Gn 4, 4) ¿Funciona Dios como una máquina expendedora donde entrego la ofrenda o sacrificio y me devuelve lo que pido?

¿Cuánto hay de verdad?

Más allá de esas cuestiones, le daba vueltas a la espontaneidad y decisión de querer entregar voluntariamente la vida a cambio de la de otra persona. ¿Cuánto de verdad hay en una afirmación que, siguiendo el curso natural de la vida, difícilmente llegará a ponerse en práctica?

En el mismo ámbito de pensamientos, me sorprende especialmente la expresión de “entrega gozosa”, porque resuenan en mi cabeza ecos de la impulsiva actitud de Pedro, tan llena de irreflexión. Innumerables son las vidas que en el momento último han ponderado lo que ha supuesto el tiempo regalado y han llegado a la conclusión de que en verdad la entrega fue gozosa. Pero afirmarlo desde el minuto cero y en cada momento de la vida me empuja a preguntarme sobre la profundidad de dicha entrega; si en verdad está requiriendo un verdadero sacrificio o si, tal vez, se le está dando la espalda a la dificultad o minimizando sus consecuencias.

Parto sin problemas

Regresando a lo que contaba antes, finalmente, después de unos días en el hospital de referencia, la bolsa amniótica regresó casi por completo al interior del útero por sí sola –en posición de Trendelenburg– y se pudo realizar el cerclaje. Posteriormente, tras varios meses de reposo absoluto, mi hijo vio la luz con normalidad y sin consecuencias derivadas aparentes. Pero es necesario recordar a todas esas familias que no pudieron decir lo mismo y vieron cómo la vida se les escapaba de las manos; al mismo tiempo, qué alegría cuando el connatural e involuntario afán de supervivencia ha hecho prosperar a prematuros en condiciones similares.

Qué necesario me parece, siendo Martes Santo, evaluar las implicaciones de estar dispuestas a dar la vida por las demás personas, ampliando horizontes más allá de nuestra limitada experiencia personal sin hacer de ello una consigna repetible ni dulcificada.

El testimonio de Christian de Chergé

Al hilo de lo anterior, termino con un fragmento de unas palabras escritas por Christian de Chergé. Hace unos días se cumplían 25 años de su captura en el monasterio de Tibhirine junto a otros seis compañeros, asesinados un tiempo después:

Si me sucediera un día –y ese día podría ser hoy– ser víctima del terrorismo, que parece querer abarcar en este momento a todos los extranjeros que viven en Argelia, yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recuerden que mi vida estaba entregada a Dios y a este país. Que ellos acepten que el Único Maestro de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal. Que recen por mí. ¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda? Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato.

Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos. En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia. He vivido bastante como para saberme cómplice del mal que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo, inclusive del que podría golpearme ciegamente. Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez que me permita pedir el perdón de Dios y el de mis hermanos los hombres, y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido. Yo no podría desear una muerte semejante. Me parece importante proclamarlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia del martirio” debérsela a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el islam.

[…]

Frère Christian

Argel, 1 de diciembre de 1993

Tibhirine, 1 de enero de 1994