Está universalmente difundida la práctica de opinar, con aires de persona experta, de todos los temas que bullen en los medios. Raro es que antes se haga el ejercicio de informarse bien. Pero, todavía más raro es que un sector de la población muy particular como el político, hable después de haber vivido en primera persona las problemáticas a las que, se supone, ha de dar solución.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Lejos de los que sufren
Esa constatación nutre -y con razón- la imagen de que la clase política está alejada de la dureza del día a día de la ciudadanía.
Así ocurre en muchos ámbitos. Entre ellos, en todo lo que tiene que ver con el desafío migratorio.
Como bien sabemos, se llenan las redes y resto de medios de comunicación con afirmaciones y declaraciones férreas sobre las insanas intenciones y costumbres de la población migrante que “viene a invadirnos”, “acabar con nuestra cultura” o “robarnos el estado de bienestar” que, “con tanto sudor conquistamos en su día”.
Pero, entre quienes predican esas generalizaciones… ¡Qué pocos/as conocen -de forma cercana, real- a personas que viven el drama de tener que salir de sus países para buscar una vida mejor!
Estar para conocer
Este verano tuve la suerte de estar en Senegal, acompañado de un grupo de jóvenes con quienes comparto filiación política. El objetivo era, precisamente, conocer de primera mano, desde dentro, la realidad del Sur. Y, cómo no, todo lo que tiene que ver con los movimientos migratorios que de allí nacen.
Hablar con jóvenes de la universidad y sus profesores sobre sus diatribas internas acerca de “migrar o no migrar”; encontrarnos con activistas que desgranan la tragedia de la “fuga de talentos” que empobrece al país; almorzar con referentes de proyectos de acompañamiento en el duelo a madres cuyos hijos han muerto o desaparecido en el mar; pasear por playas donde varan los cayucos que, algún día, serán el transporte para 200 jóvenes que sueñan con un futuro mejor, aunque incierto; ser testigos de la pobreza estructural que recorre todas las calles y localidades del país que, por si alguien aún lo duda, no se ha desarrollado más por la invasión -ésta sí- y el expolio de las metrópolis extranjeras…
Todo eso sí es conocer… para luego poder hablar con conocimiento y responsabilidad.
No estoy poniéndonos como ejemplo, aunque sí que puedo expresar mi profunda satisfacción por haber tenido esa oportunidad.
Si encima, eso lo haces de la mano de personas que ya son “como de la familia”, comiendo y viviendo con ellos… De lo que estoy seguro, es que será muy difícil que algún día hablemos de las personas migrantes de forma descarnada, impersonal… y culpabilizándolas casi de todos los males de nuestro mundo. Más bien todo lo contrario.
Conocer para hablar y actuar
Porque, así ocurre cuando se mira a los ojos, se abraza, se ríe y se llora con cualquier otro ser humano. Y no es necesario viajar lejos para ello. Tenemos aquí, en nuestras ciudades, sobrevivientes de largas y durísimas travesías; personas que han huido de terroríficos conflictos armados -Gaza, Sudán, Ucrania…-; quienes sufren los cortes de luz en los barrios de la periferia de nuestros municipios; quienes viven en la calle; quienes no llegan al final de mes; quienes lo han perdido todo en un incendio o una DANA y, un largo etcétera.
Descubrir por dentro sus vidas, te cambia la perspectiva. Te humaniza. Moviliza tu compasión -bien entendida- y tus ganas de acción contra las injusticias.
Lo otro… hablar sin haber vivido, sin saber de historias, esperanzas y sufrimientos…siempre será incompleto y posiblemente frío e inhumano. Y, entonces, la política se convierte en lo contrario a lo que tiene que ser.
Conozcamos para hablar. Cuanto más de cerca, mejor.
Y, entonces, ¡cómo cambiarían las cosas!
