Fernando Vidal
Director de la Cátedra Amoris Laetitia

Andarse por las ramas


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Hola, árbol, ¿qué me quieres enseñar hoy? El árbol no cambia porque yo lo vea, pero hay algo en el espacio del “entre nosotros” que se revoluciona. Yo, en cambio, sí cambio cuando me doy cuenta de que mi árbol está siempre ahí. Me doy cuenta de lo importante que es respirar, que la sangre circule, me hago consciente de las percepciones de mis sentidos. Nunca pienso que mi despacho huele salvo si algo me molesta, pero huele a libros, huele a madera, huele a papel. El aroma de las cosas nos pasa desapercibido salvo si es exagerado. Hay sonidos que ya me he olvidado. Gracias a Dios apenas pasan coches y no hay tráfico. En general, desde mi silla el único sonido constante que podría escuchar es precisamente el roce de las hojas de los árboles, los pájaros, el crujir de los troncos y ramas. Vivimos metidos en una cueva, en un gran apagón de los sentidos. Los árboles están continuamente conectados con las percepciones. Vivir con un árbol sería vivir sintiendo plenamente la vida.

¿Y si viviera más conectado al mundo, sintiendo continuamente mientras hago mis tareas? ¿Cómo sería vivir consciente del olor, de los sonidos, de lo que vemos? Nos daríamos cuenta de la cantidad de contaminación acústica, odorífera y visual que hay. Hay olores químicos que son desprendidos continuamente de los materiales industriales de los productos. Estamos continuamente metiéndolos en nuestro cuerpo. Hay mucho ruido. Ahora mismo me doy cuenta de que el aire acondicionado del edificio cubre todo los sonidos del exterior, es como una autopista por la que continuamente pasaran automóviles. Mi entorno visual es agradable, pero ¿cuánta publicidad innecesaria veo al día cuando conduzco o camino por la ciudad? Los árboles son muy sensibles a eso porque viven con sus ramas desplegadas. El ruido afecta a su crecimiento, así como el aire.

Los seres humanos también tenemos ramas. Además de un sistema circulatorio y un sistema nervioso subcutáneo, tenemos un sistema espiritual, como si tuviésemos raíces y ramas, con las que sentimos y con las que amamos. Si nos hiciesen una fotografía especial –como aquella mirada en la que imagino al árbol y sus raíces ocultas bajo tierra–, tendríamos forma de árbol, con una gran copa de ramas y hojas. Con nuestras ramas sentimos el mundo, buscamos, damos, contactamos, nos relacionamos, nos expresamos. Un abrazo es el encuentro entre las ramas de dos árboles. Cuando llegamos a la cima de una montaña y extendemos nuestros brazos, a veces se pueden ver las grandes ramas de alguien.

¿Cómo son nuestras ramas? ¿Nos han cortado las ramas y las alas para que no sintamos ni cambiemos? ¿Están nuestras ramas achicadas, empequeñecidas, raquíticas a base de no usarlas ni saber que existen?

Salgo a pasear y me voy al pinar que hay cerca de mi trabajo. Me pongo en medio de los pinos y extiendo mis brazos al cielo, mis dos grandes ramas. Siento que de mi cuerpo salen más ramas que se extienden, buscan el sol y el viento, la luna y la humedad, la luz de las estrellas de noche y el trino de los pájaros que también me hacen crecer. Descubro que a los árboles les gusta que les hablen, también que les acaricien y les abracen. Vuelvo al trabajo tras el descanso y siento que tengo ramas. Si alguien entra en mi despacho va a poder ver que estoy frondoso y quizás se siente junto a mí y descanse. Nos andaremos por las ramas.

Y todo esto lo hacen y enseñan los árboles in tan siquiera moverse. Quiero vivir como un árbol.