Desde hace varios años, en la mañana del 23 de diciembre, ya estoy recibiendo por whatsapp, saludos navideños. Recuerdo, otros tantos años hacia atrás, lo complejo, y a veces lo imposible, que resultaba poder comunicarse la misma Nochebuena para saludar a algunos familiares y amigos. Tengo bien presente, alguna Nochebuena, cuando apenas unos minutos pasada la Medianoche, salía hacia afuera, y tal como una “estatua de la libertad” millenial, levantaba en alto el celular tratando de enviar un mensaje. A veces funcionaba. Otras lo intentaba una y otra vez… A veces llegaba a extender el intento durante bastante rato… Y frustrado, lo lograba a la mañana siguiente, luego de haberme tenido que ir a dormir. De un año para otro, fuimos aprendiendo que lo mejor era comunicarse en la tardecita del 24, antes que, los cables, o las ondas, o lo que fueran, se saturaran. Los tiempos han cambiado.
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La tecnología ha cambiado
Como decía: desde la mañana del 23, ya estoy recibiendo saludos navideños a raudales, aunque ya no tenemos aquellos antiguos problemas. La tecnología ha cambiado y también nos ha cambiado. Tenemos la comunicación, de una manera y en unos tiempos, que hace veinte años, si alguien lo imaginó, pasaba como ciencia ficción.
De vez en cuando, algunos ¿fatalistas? vuelven a plantear si realmente todas las posibilidades que tenemos de comunicación, realmente la han mejorado. Y si, trágica paradoja, lo que prometía mantenernos mejor comunicados, no esté obrando el efecto contrario.
Uno puede entender que adelantar el saludo navideño (no hablo de saludos generalistas, sino del saludo entre conocidos) puede constituir una cuestión práctica. Uno envía temprano el saludo (incluso con dos días de anticipación) para entonces poder aprovechar el tiempo con aquellos ante los que estamos “presentes”. Lo cierto, es que, creo que la mayoría, seguimos recibiendo de las mismas personas, mensajes navideños (videos, memes…) a la medianoche y hasta 48 horas luego de Navidad. Temo que una saturación de mensajes pueda terminar matando al mismo mensaje, o la cercanía que se pretendía manifestar. Creo tener la misma sensación del artesano cuando se ve invadido por productos hechos “en serie”.
Frente al inmediatismo
Pero lo cuestión importante que me lleva a compartir esta reflexión es “más teológica” (y profundamente humana): estamos viviendo una cultura a la que le encanta “saltarse” los tiempos, “saltarse” las esperas. Vivimos en el inmediatismo: en el todo ya. Hemos olvidado, y quizá incluso matado!- las “vísperas”.
Y las vísperas, además de una pedagogía, tienen su sentido y su propio gozo. Si las saltamos o las obviamos, terminamos perdiendo la capacidad de expectación, las ansias sanas y tan humanas que nos enseñan (incluso nos “doman”) de que, para recibir algo, es necesario esperarlo, transitar una cierta largura, saborear cierta impertinencia el pasar de los minutos, o de los días. Perdemos la sabiduría de que no basta vivir las cosas importantes, sino que también es importante vivirlas a “su” tiempo, porque ese paciente y exquisito calibrar los momentos, reservan una ganancia que sólo le es entregada al que ha sabido esperar. Vivir a tiempo y en el tiempo.
En eso, el acontecimiento de la Encarnación, guarda unas enseñanzas preciosas. Cuando Dios se hace hombre, para salvarnos, asume la largura del tiempo, el lento germinar y desarrollo de los procesos, la inmensa paciencia que requiere desde el más básico ritmo natural, al quehacer de la inmensa mayoría de las cosas importantes de la vida.
La Encarnación nos recuerda que no hay meta sin trayecto, aún cuando éste sea largo, dificultoso, exasperante o, más a tono con estos tiempos, aburrido. Que cada minuto, cada día, cada momento, tienen un valor y una oportunidad propios, aún cuando estemos esperando otro minuto, u otro día, que se encuentra más adelante. La meta o el premio, no eliminan el valor de “la carrera”.
El Hijo eterno de Dios viene a salvarnos, y la Hora de su Gloria -como la llama Juan- está al final de su vida terrena, pero Él no ha tenido ningún empacho en transcurrir treinta años de vida común, cotidiana, con sus días y noches, sus trabajos y sus horas muertas. Como Dios, podría haber no sólo elegido otra forma de salvarnos, sino que, además, podría haberlo hecho ahorrándose todo esos 30 y pico de años. Es la misma sabiduría que metió en la naturaleza: hoy plantamos un arbolito y deberemos esperar algunos años para recoger sus frutos. Sus frutos son valiosos, pero también lo es la historia del árbol.
En un mundo y una cultura que quieren exprimir la vida, vivirla a pleno y “a full”, es casi una paradoja que eliminemos las esperas y el transcurrir. Pasa en los más diversos ámbitos (la liturgia, la educación, las relaciones, el discernimiento, la oración…). Aprender a vivir a tiempo -como ya enseñaba el Eclesiastés-, y a vivir en el tiempo, pueden ser unos buenos propósitos para el Año Nuevo que se avecina.

