Si alguna vez soy cura, seré franciscano o carmelita, pero no dominico, porque los dominicos son los malos de la historia. Esto me dije alguna vez a mí mismo en mis años de estudiante de bachiller.
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Y sí, es evidente la fascinación que la persona de san Francisco de Asís ejerce sobre la sensibilidad no solo humana, sino cósmica, diría yo. Ni el lobo ni los pájaros ni los peces parecen sustraerse a su cántico. Pero también sobre algunas regiones del alma deja sentir su magnetismo la figura de san Juan de la Cruz. Regiones poéticas, podríamos llamarlas.
Aquel atolondrado adolescente que era yo por entonces sentía, más que comprendía, los efectos del endulce encanto de los poemas sanjuanistas. Pero ahora, que soy un hombre cincuentón y un dominico con más de treinta años de profesión, debo poner razones a lo que antes captaba solo intuitivamente. Me han pedido estas palabras en mi condición de poeta; y aunque yo sé que no sé si soy poeta, porque eso solo pueden decidirlo los lectores y el tiempo, intentaré expresar con claridad lo que creo que hace de Juan de Yepes uno de los mejores poetas de nuestra literatura.
La forma literaria
En primer lugar –y sé que esto es muy poco romántico–, la forma literaria. En este instante seguramente hay muchos santos y místicos anónimos a nuestro alrededor, en nuestro hogar, en nuestra comunidad, en nuestro trabajo… Y no sabemos lo que ocurre en sus almas. Quizá ni siquiera ellos mismos saben poner palabras a la gracia y a la bondad que empapan su vida, porque, entre otras cosas, no necesitan contarlo, ni mucho menos reflejarlo en una obra de arte, como es un poema.
Y esa es la diferencia: que Juan de la Cruz sí lo ha hecho, sí nos lo ha contado. Y no de cualquier forma, sino de un modo tan inolvidablemente entrañable como técnicamente exigente. En ello estriba la naturaleza del escritor, en que él sí nos cuenta las cosas que pasan por su corazón, las cosas que suceden a su alrededor y las cosas que provienen del silencio y que no siempre alcanzan la luz de la palabra pública o publicada. Da igual si el poeta escribe por necesidad interior o por sencilla obediencia a un requerimiento externo. Lo ha hecho, lo ha cantado, y ha hallado el estilo que hace posible que lo expresado cristalice en una pieza literaria que atraviesa el tiempo sin ser arrastrada por el tiempo hasta llegar a lectores de inimaginables distintas situaciones y mundos.
Insisto: en la forma y el estilo está la fórmula de la cristalización poética. Pero eso tiene un precio y encierra dificultades que a lo mejor pasan desapercibidas para quienes no están en la tarea de forcejear con el lenguaje. Os concreto algunas, las que yo modestamente detecto como más meritorias en la obra de fray Juan de la Cruz. La principal, haber incorporado la métrica y la estructura de la lira. Su importancia –este es mi subrayado– consiste en abrazar una forma que procede de otra lengua y otra literatura, la italiana, para elevarla a la perfección de la fluidez y de la musicalidad de la lengua española. Abrazar lo distinto por exigencia de lo más íntimo.
El amor divino
Por otro lado, es un atrevimiento y una innovación emplear un estilo asociado al amor humano para orientarlo al amor divino. En el uso tradicional de la lira, la temática solía consistir en el amor humano. San Juan de la Cruz vierte este estilo literario al amor divino, es decir, lo convierte en vehículo de expresión de la más profunda y extasiada unión entre al alma humana y Dios, su amante.
Otra de las aportaciones que como aprendiz de Juan de Yepes no puedo sino admirar es la claridad. Pero la claridad de la que hablo es una claridad muy especial, porque su accesibilidad figurativa contiene tanto más misterio cuanto más creemos que lo estamos comprendiendo.
Me explico. A veces, pensamos que para expresar cosas profundas hemos de ponernos raros, especiales, incomprensibles… Como si la impenetrabilidad de un poema fuera una garantía de su hondura. Y no, no lo es, porque en ocasiones la rareza puede ser tan solo un socorrido disfraz que al primero que engaña es a su autor. Ninguno estamos libre de ser tentados por la pretensión de genialidad, especialmente en nuestro tiempo, que tanto pedestal pone a la estatua.
(…)