Escribo este artículo tras leer la enésima crítica a la “espiritualidad emocional”, llamémosla así, de los retiros de impacto, los conciertos de Hakuna, el misticismo pop del nuevo disco de Rosalía y la película ‘Los Domingos’, o el testimonio viral de celebridades que se confiesan felices de haber encontrado a Dios. Es como si de repente todos los intelectuales católicos, teólogos y expertos en Doctrina Social de la Iglesia se hubieran puesto de acuerdo para prevenirme del peligro que corro si aplaudo más de lo debido, es decir, de lo que ellos consideran tolerable, el visible retorno de cierta espiritualidad, sobre todo en los jóvenes. Admito que me siento abrumado. En apenas tres meses, de septiembre a noviembre, he escuchado prácticamente las mismas críticas y alertas en dos de las ponencias de las Jornadas de Pastoral de la Diócesis de Canarias, una ponencia sobre la presencia de los cristianos en la vida pública en las Jornadas de Laicos en Madrid o en las ponencias de las Jornadas de Teología del ISTIC, por citar solo algunos.
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El péndulo ha llegado al otro extremo, al del elitismo intelectual de la espiritualidad, y lo ha hecho mucho más rápido de lo que estábamos acostumbrados a que pasen las cosas en la Iglesia. Resulta que esta rocosa institución, tan perezosa para virar a lo largo de los siglos, tampoco se libra de la insana aceleración a la que se ha subido el mundo y, por lo tanto, la Historia. Ya no sabemos disfrutar con las cosas buenas que pasan, porque como celosos centinelas de la verdad todo nos parece sospechoso y enseguida nos ponemos a la defensiva. Somos incapaces de ver señales de Dios en nada, ni siquiera en aquello que ayuda a la gente y no hace daño a nadie. Al contrario, parece que solo vemos en todo la mano del demonio tratando de engañarnos. ¡Somos unos aguafiestas del copón! Mira por dónde, eso de lo que se acusaba a la Iglesia de antaño, oscura, encerrada en la sacristía, con rostro avinagrado, moralista, que condenaba al infierno a diestro y siniestro. Y ahora, que salimos a las periferias de las que nos hablaba el papa Francisco, y algunos, los más creativos y avanzados, incluso llegan a conectar con los alejados en medio del desánimo eclesial generalizado por tener los templos vacíos y el voluntariado católico bajo mínimos y envejecido, cuando alguien se atreve a innovar y tiene éxito -sí, he dicho éxito, sin complejos-, rápidamente nos ponemos exquisitos porque no es lo bastante transformador, profundo, duradero o comprometido.
Fotograma de la película ‘Los Domingos’
En 2018, en mi zona pastoral, iniciamos un proyecto de renovación comunitaria a la que pusimos por nombre Proyecto Luna, y que hoy en día perdura. En el documento marco dejamos escrita esta reflexión:
“(…) Hay quien opina que esos chispazos de subidón espiritual no conducen al auténtico seguimiento de Cristo, porque con la misma rapidez con la que elevan el alma con su intensa luz, lo dejan caer en picado en cuanto pierde su fugaz brillo. Es lo que sucede con los fuegos artificiales, de belleza efímera y, por lo tanto, piensan muchos, inútil. Pero esto no es exactamente así. Pensemos en la agradable sensación que nos deja un buen espectáculo de fuegos artificiales o un concierto de música de un artista que nos gusta. Mientras lo disfrutamos se acelera el corazón, afloran sentimientos, nos alegra y nos hace sentir bien. Durante algunos minutos, a veces horas o días, conservamos ese estado de euforia y bienestar que incluso eleva nuestra autoestima y nos hace ser mejores personas. Tenemos mejor predisposición para relacionarnos con los demás, para embarcarnos en proyectos, tomar decisiones o asumir compromisos. (…) La chispa no nos ha cambiado, pero nos ha predispuesto, al menos, durante un breve espacio de tiempo. De modo que, si bien, una chispa no transforma a la persona, es una útil herramienta que ayuda a ponerla en camino. Genera la predisposición durante algún tiempo, que debemos aprovechar al máximo, al menos, hasta la siguiente chispa. Y así sucesivamente hasta que en algún momento la vela acabe encendiéndose (…)”.
¿Que Hakuna solo mueve a jóvenes de buena posición que le cantan al Cristo roto pero no han visto a un pobre en su vida? Puede, pero eso no sería distinto de no haberse emocionado en una Hora Santa o en un concierto. De hecho, seguro que hay más posibilidades de que Dios transforme sus vidas habiéndose abierto esa puerta a través de Hakuna que sin Hakuna. ¿Que los retiros de Emaús o Effetá son chutes de glucosa emocional concentrada cuyo efecto decae en cuestión de días o semanas? Puede, pero la mayoría de las personas que viven esas experiencias no hubieran tenido otra oportunidad para acercarse a Dios de forma tan intensa. ¿Que ‘Lux’ es solo una gran producción musical y Rosalía no tiene intención de evangelizar? Puede, pero emite un poderoso mensaje que pone el acento en lo espiritual sin complejos y no se avergüenza de cantar a Dios y sobre Dios, desde una evidente iconografía católica, cuando podría haber cantado sobre cualquiera de los otros grandes temas que ‘venden’, como son la salud mental, la ecología o la diversidad sexual, por ejemplo. Y así podríamos seguir con cada uno de los reproches que se le hacen a quienes ofrecen una exitosa fórmula para abrir corazones, cuando hace tres días nos quejábamos de que el materialismo había ahogado la búsqueda de Dios. Dios no necesita una puerta abierta de par en par, le basta una pequeña grieta, una mínima oportunidad para conquistar un corazón. No seamos tan aguafiestas y disfrutemos con el bien que están haciendo a muchas personas estas experiencias y la oportunidad que nos brindan para enraizar esa semilla y lograr una conversión más madura, duradera y transformadora de la realidad, a la que, en efecto, todos aspiramos, sin que tengan que venir con el ceño fruncido a recordárnoslo a cada minuto.