La Jornada Mundial de los Pobres nació de una intuición clara y radical del papa Francisco: que la Iglesia debía detenerse y poner en el centro de su atención no la pobreza como concepto, sino las personas pobres, aquellas que el mundo ignora, margina o invisibiliza. Francisco comprendió algo que a menudo olvidamos: que mirar la pobreza desde la distancia no basta. La verdadera opción por los pobres exige cercanía, convivencia y transformación de la realidad que los oprime. No es un gesto ornamental ni un día para dar un discurso; es un llamado a actuar, a interpelarnos y a dejarnos afectar por quienes más sufren.
- ¿Todavía no sigues a Vida Nueva en INSTAGRAM?
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Desde su creación, esta Jornada ha sido un espacio único en la Iglesia. Una Jornada que nos obliga a mirar y a estar, a pasar de la contemplación a la presencia real, a aprender de los pobres y a caminar a su lado. Como todo gesto radicalmente evangélico, incomoda. No permite indiferencia, neutralidad ni palabras vacías. Nos recuerda que la fe y la acción social no pueden separarse: amar a Dios implica amar a quienes sufren, y hacerlo no desde la distancia sino desde la cercanía cotidiana. León XIV sigue caminando en esa senda, reforzando la intuición de Francisco y recordándonos que esta no es una jornada opcional: es una invitación ética y moral que atraviesa la Iglesia y la sociedad.
Esta Jornada nos provoca a mirar de frente la desigualdad que nos rodea. Nos interpela en lo laboral, lo social y lo económico: trabajadores atrapados en empleos precarios, jóvenes sin oportunidades reales, mujeres que sostienen hogares enteros sin reconocimiento, familias que luchan cada día por sobrevivir en condiciones indignas. Nos obliga a aceptar que la pobreza no es un accidente ni un destino natural, sino la consecuencia de decisiones estructurales y políticas que toleran la exclusión y la marginación. Nos desafía a cuestionar nuestra propia comodidad, a revisar nuestros privilegios y a preguntarnos: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a caminar junto a quienes más sufren?
La Jornada Mundial de los Pobres es única porque pone a las personas en el centro, no un concepto ni un adjetivo abstracto. Nos confronta con la crudeza de la realidad: mientras algunos viven cómodamente, millones sobreviven con incertidumbre, invisibles, olvidados y silenciados. Nos interpela directamente y de manera provocadora: no basta con mirar, no basta con emocionarse ni con sentir pena. La verdadera acción social surge de la cercanía, de la convivencia, de la decisión valiente de involucrarnos y acompañar. Es caminar junto a ellos, escuchar, compartir, aprender y transformar.
Estructuras que excluyen
Estar con los pobres significa cuestionar las estructuras que los excluyen. Significa reconocer que el trabajo no puede ser un instrumento de lucro sino un medio de dignidad, que la economía debe servir al bien común y no al enriquecimiento de unos pocos, y que los derechos humanos no son negociables. La Jornada nos exige pasar de la contemplación a la acción, de la indignación a la responsabilidad, y de la neutralidad a la solidaridad concreta. Nos recuerda que la fe no puede separarse de la justicia, ni de la acción que transforma vidas.
El Evangelio nos enseña que los pobres son el criterio con el que se mide nuestra humanidad. Jesús no se conformó con admirar la pobreza: entró en la vida de los excluidos, compartió sus sufrimientos y les devolvió dignidad. Esta Jornada nos recuerda que ser cristiano implica estar con los pobres, no a su lado desde la distancia, sino caminar con ellos, vivir con ellos, dejarnos transformar por ellos. Nos desafía a no contentarnos con palabras bonitas ni gestos simbólicos: exige presencia real, compromiso sostenido y acción concreta.
Pero esta presencia no es solo espiritual: es también social, política y económica. Nos interpela a construir un país donde cada persona tenga acceso a trabajo digno, educación, vivienda, salud y oportunidades para desarrollarse, donde la desigualdad no se normalice y donde la justicia social sea una prioridad. Nos desafía a convertir la indignación en acción, la conciencia en compromiso y la fe en transformación concreta. Nos obliga a confrontar sistemas que toleran que millones vivan al margen y a exigir cambios estructurales que restituyan derechos y dignidad.
Acto de justicia
La Jornada nos recuerda que estar con los pobres es un acto de justicia y que la verdadera transformación surge de la convivencia, no de la distancia. Nos interpela a vivir con ellos y para ellos, a escuchar sus voces y aprender de su fortaleza, a romper con prejuicios y estereotipos, a construir comunidades solidarias donde nadie quede excluido. Nos provoca a cuestionar nuestra indiferencia, nuestras rutinas y nuestra comodidad, y nos llama a ser agentes activos de cambio, con valentía y coherencia.
Esta Jornada es una llamada a la acción radical. Nos recuerda que la pobreza no espera, no negocia y no perdona la indiferencia. Nos desafía a estar presentes, a comprometernos y a transformar la sociedad. Nos interpela como ciudadanos, como cristianos y como seres humanos: si no estamos con los pobres, si no caminamos con ellos, si no hacemos que sus voces sean escuchadas y sus derechos respetados, nos hacemos cómplices de un sistema injusto.
Si aceptamos este desafío, la Jornada Mundial de los Pobres puede convertirse en un punto de inflexión, un momento que transforme nuestra mirada, nuestra acción y nuestra sociedad. Nos invita a construir comunidades solidarias, políticas valientes y estructuras que restituyan derechos. Nos llama a hacer de la dignidad de las personas pobres la medida de nuestra humanidad. Nos recuerda que la fe auténtica se manifiesta en la cercanía, en la presencia y en la acción concreta, y que amar al prójimo implica caminar con él, vivir con él y transformar la realidad que lo oprime.
La Jornada Mundial de los Pobres nos interpela, nos provoca y nos obliga a actuar. Nos desafía a romper la indiferencia, a cuestionar las estructuras que perpetúan la exclusión, a compartir la vida con quienes sufren y a construir un mundo donde la justicia, la dignidad y la solidaridad no sean excepciones, sino prácticas cotidianas. Es un llamado que atraviesa nuestra vida personal, social, laboral y política: no podemos mirar hacia otro lado, debemos estar con los pobres y hacer de su dignidad nuestra prioridad.
La intuición de Francisco, continuada por León XIV, nos recuerda que esta Jornada no es opcional. Es una oportunidad única para vivir el Evangelio en toda su radicalidad, para transformar nuestras decisiones, nuestras acciones y nuestras estructuras, y para demostrar que la Iglesia y la sociedad pueden caminar junto a quienes más sufren, construyendo un mundo donde la justicia y la dignidad no sean una promesa, sino una realidad tangible.