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Más allá de las fronteras

En el corazón de la historia de las misiones religiosas y humanitarias, la presencia de las mujeres ha obrado silenciosamente no pocas veces y apartada del foco de atención, pero con un poder transformador. Las misioneras no se limitaron a llevar un mensaje espiritual: construyeron escuelas, abrieron dispensarios, cuidaron cuerpos y educaron conciencias. Cruzaron fronteras lingüísticas y culturales en un movimiento que transformó a las comunidades de acogida y a ellas mismas. Es una historia que entrelaza fe y activismo, maternidad simbólica y resistencia, y que se renueva hoy en los rostros de las religiosas y las voluntarias laicas comprometidas en las misiones contemporáneas, donde la supervivencia es una cuestión tanto política como espiritual. En el siglo XIX, con la expansión colonial europea, la Iglesia católica y las denominaciones protestantes iniciaron una intensa labor misionera. Las monjas misioneras partieron en número creciente, impulsadas por una vocación que se tradujo en labores educativas y sanitarias. La escuela era un terreno privilegiado ya que educar a las niñas significaba para las misioneras salvar a un pueblo del “paganismo” y proponer nuevos modelos de feminidad.



Hoy en día, es fácil interpretar estos gestos críticamente: las misiones religiosas también transmitían un proyecto de “civilización” colonial. Sin embargo, muchas de sus protagonistas actuaron en disonancia con el orden patriarcal. Donde faltaban las autoridades masculinas de la Iglesia, las religiosas se convirtieron en líderes de comunidades eclesiales, administradoras y educadoras. Gobernaban conventos, gestionaban hospitales y decidían sobre el uso de los recursos. Era un espacio de autonomía que permitía a muchas ejercer un poder poco común en su tierra natal. Pensemos en el caso de la madre Laura Montoya, misionera entre los pueblos indígenas de la Amazonía a principios del siglo XX, recordada por su respeto a las culturas locales y su defensa de las mujeres nativas. Fundó una congregación de mujeres y enseñó que la caridad y la justicia debían tener el mismo valor.

O Madeleine Delbrêl, una mística francesa que en la década de 1930 hizo de Ivry-sur-Seine su misión diaria entre los obreros comunistas, a través de la escucha, el servicio y el compromiso político. Para ella, la misión significaba una cercanía radical con los demás. Después de la Segunda Guerra Mundial, con las teologías de la liberación, muchas religiosas comenzaron a conjugar el Evangelio con los Derechos humanos. En las favelas brasileñas y los campos de refugiados africanos, se alzaron contra la tortura, el hambre y la pobreza extrema. Algunas fueron perseguidas o asesinadas. Como la hermana Dorothy Stang, una estadounidense nacionalizada brasileña asesinada en 2005 por defender a los campesinos y la selva amazónica. Llevaba una Biblia y un cuaderno. Como muchas otras, era una mujer sola en el mejor sentido de la palabra: libre y en primera línea.

Solidaridad inclusiva

Junto a las misiones religiosas, a finales del siglo XX surgieron las misiones humanitarias laicas. El voluntariado internacional está repleto de mujeres anónimas que ejercen como médicas, matronas, maestras o mediadoras culturales. En Afganistán, Sudán del Sur y Gaza, muchas misiones están lideradas por equipos femeninos capaces de integrar la atención, el contexto y la cultura. Una de sus fortalezas es reconocer la interrelación entre género, pobreza y pertenencia a minorías. De esta conciencia surge una solidaridad más inclusiva. No se engañan pensando que pueden salvar a alguien, más bien, habitan la contradicción. Aportan recursos, pero también reciben. Aprenden nuevos conocimientos y cuestionan sus propios privilegios. Descubren una maternidad simbólica y colectiva. Hoy, mientras las agencias humanitarias replantean su papel en un mundo multipolar, el liderazgo femenino sigue siendo crucial. Las religiosas operan donde la ayuda no llega. Las voluntarias laicas, formadas y competentes, mantienen una dimensión relacional que marca la diferencia. Sus decisiones son éticas y políticas, respuestas concretas a necesidades humanas que interpelan a todos. Y también son narraciones aptas para ser escritas y escuchadas.

Hablar de misiones femeninas hoy significa cuestionar cómo se ha transformado el concepto mismo de “misión”. Antaño sinónimo de “llamada” religiosa, ahora suele ser una forma laica de vocación: un gesto radical para abordar el sufrimiento del mundo. Las motivaciones son múltiples y pueden ser espirituales, éticas, políticas o biográficas. Pero lo que tienen en común es la convicción de que la distancia no es una barrera, sino una oportunidad de encuentro.

En muchos contextos, no solo en África, Sudamérica u Oriente Medio, sino ahora también en Europa, Norteamérica y Oceanía, las misioneras laicas o religiosas se han convertido en referentes irremplazables. No solo porque ofrecen ayuda, sino porque lo hacen con una proximidad radical ya que viven en los mismos pueblos y comparten las mismas inseguridades.

Revisión constante

Este habitar en las periferias nunca es neutral. Las mujeres, y no solo las occidentales, cargan con el peso de sus propios privilegios y referencias culturales. Algunas son conscientes de ello y trabajan de forma descentralizada, desarrollando proyectos con activistas locales. Otras, en ocasiones, replican lógicas verticales. Por eso, la misión hoy también debe ser un ejercicio de escucha, autocrítica y revisión constante. Un caso interesante, particularmente extendido en el contexto occidental, es el de las jóvenes que realizan breves experiencias misioneras con ONG o asociaciones religiosas. Muchas veces regresan transformadas, conscientes de la ambivalencia del gesto misionero. Porque no se trata solo de dar ya que no pocas veces se recibe más. Se aprende a vivir en la incompletitud, en la interdependencia.

Nuevos lenguajes

Las misiones femeninas también son espacios de nuevos lenguajes. Blogs, documentales y redes sociales relatan estas experiencias. Algunas denuncian las condiciones inhumanas, otras reivindican la belleza de los encuentros. Algunas cuestionan la idea misma de “ayuda”, otras exigen acciones concretas. Una pluralidad de voces que rara vez se escuchan. Finalmente, no podemos olvidar a las misioneras locales, un movimiento ahora global. Son mujeres europeas, norteamericanas y australianas que sirven como misioneras en sus propios países; mujeres africanas, asiáticas y sudamericanas que trabajan en sus propias tierras. A menudo, son ellas quienes sustentan la vida de las comunidades más vulnerables.

Recuperar el sentido pleno de las misiones femeninas también implica, por tanto, cambiar nuestro enfoque: reconocer la autoridad, la experiencia y la competencia de quienes siempre han operado en los márgenes. En tiempos de crisis climática, guerras y migración forzada, las misiones de las mujeres no son anacrónicas. Son laboratorios políticos, éticos y humanos de resistencia y reinvención. No porque ofrezcan soluciones fáciles, sino porque demuestran que es posible estar presente, quedarse y acompañar. En una palabra: cuidar.

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