Octubre llega cada año con su recordatorio: la pobreza existe. Se multiplican los informes, las campañas de sensibilización y las movilizaciones. Pero detrás de los números, de los gestos y de los discursos, los rostros de la pobreza siguen siendo reales, concretos e interpeladores. La niña migrante que camina kilómetros para acceder a educación, el trabajador que soporta jornadas interminables sin seguridad social, la madre que sostiene hogares con salarios de miseria, la familia desplazada que sobrevive en la periferia de la ciudad. Cada uno de ellos es un rostro de Cristo, un desafío vivo al que estamos llamados a responder. Octubre no puede ser solo un mes de memoria simbólica: debe ser un tiempo de compromiso activo y de reflexión profunda sobre nuestra responsabilidad personal, comunitaria y social.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
La pobreza tiene causas claras. No es castigo divino ni un destino individual. León XIV, en su exhortación Dilexi te, nos recuerda que la pobreza es fruto de decisiones humanas, políticas, económicas y culturales. Es consecuencia de sistemas que concentran riqueza, precarizan el trabajo, limitan el acceso a educación y salud y estructuran la exclusión como norma social. Ignorar estas causas, o atribuir la pobreza a la supuesta falta de mérito de quienes la padecen, no solo es injusto: es pecado estructural. La pobreza no es una estadística; es un grito de dignidad y una llamada a la acción.
El Evangelio de los pobres nos interpela con claridad: no basta con sentir compasión desde la distancia. Estar con los pobres implica acompañarlos, escuchar sus voces, reconocer su dignidad y transformar las estructuras que los oprimen. La compasión que no incomoda, la caridad que no denuncia, la fe que no cuestiona leyes y sistemas injustos son gestos domesticados que traicionan la radicalidad del Evangelio. Como recuerda León XIV, amar a los pobres no es opcional: es mandato, desafío y profecía.
La aporofobia, ese rechazo al pobre que se disfraza de sentido común o neutralidad, es la expresión más venenosa de nuestra civilización. La meritocracia funciona como instrumento ideológico: nos hace creer que el éxito es mérito exclusivo del esfuerzo individual y que la pobreza es culpa del que la sufre. Máximo E. Jaramillo Molina, en Pobres porque quieren: Mitos de la desigualdad y la meritocracia, desmonta esta narrativa: los pobres no son responsables de su exclusión; son víctimas de sistemas que concentran riqueza y legitiman privilegios. La aporofobia sostiene la desigualdad, hace que el rechazo al pobre parezca natural y permite que la injusticia se normalice.
Frente a esta realidad, la Iglesia, los movimientos de base, las ONGs de origen cristiano y los colectivos solidarios tienen un papel irrenunciable. No se trata solo de distribuir alimentos o brindar refugio temporal. Se trata de ser agentes de transformación, de visibilizar derechos y de desafiar políticas que perpetúan la exclusión. Cada proyecto, cada campaña, cada programa debe preguntarse: ¿estamos cambiando estructuras o simplemente administrando la miseria? La eficacia de la acción cristiana se mide por su capacidad de provocar justicia, despertar conciencia y transformar realidades.
El trabajo es uno de los escenarios donde la injusticia se hace más evidente. La precarización laboral, los salarios insuficientes, los contratos temporales, las jornadas extenuantes y la criminalización de la protesta no son accidentes: son decisiones políticas que condenan a millones a la exclusión. Los trabajadores precarizados sostienen la riqueza de todos y, al mismo tiempo, son despojados de dignidad y derechos. La aporofobia laboral convierte al obrero en “deshecho social”, mientras la meritocracia lo responsabiliza de su propia opresión. Estar con los pobres implica asumir su lucha como propia, exigir salarios dignos, condiciones de trabajo justas y protección social efectiva.
Estar con los pobres
Los migrantes encarnan de manera dramática estas injusticias. Su movilidad forzada refleja pobreza estructural global, pero también indiferencia y rechazo cultural. La aporofobia se manifiesta en fronteras cerradas, políticas migratorias represivas y discursos que criminalizan la supervivencia. Acompañar a los migrantes no es solo asistencia humanitaria: es denuncia política, visibilización de derechos y acción transformadora. Es reconocer que su vida tiene valor, dignidad y derecho a oportunidades.
Las mujeres, especialmente aquellas que sostienen hogares y familias en contextos de pobreza, enfrentan desigualdades múltiples: discriminación laboral, violencia, precariedad y exclusión social. Cada mujer pobre es rostro de Cristo, profecía viviente de la injusticia y recordatorio de que la opción preferencial por los pobres debe ser también una opción preferencial por las mujeres.
Octubre nos recuerda la pobreza, pero nuestro compromiso no puede limitarse a gestos simbólicos. Cada hombre y cada mujer, cada comunidad y cada institución, estamos llamados a cuestionarnos: ¿cómo contribuimos a perpetuar estructuras injustas?, ¿cómo transformamos realidades en lugar de paliar sufrimiento? La opción por los pobres exige riesgo, interpelación y valentía. Significa movilizar la fe, la política y la conciencia para que la justicia deje de ser discurso y se vuelva acción tangible.
El Evangelio nos interpela a todos: no basta admirar a los pobres desde la distancia ni confortarnos con gestos puntuales. La opción preferencial por los pobres nos desafía a asumir su lucha como propia, a cuestionar estructuras económicas y políticas injustas y a exigir que la sociedad reconozca y respete la dignidad de cada ser humano. León XIV nos recuerda que estar con los pobres es vivir la fe en acto y transformación, no en palabras vacías.
Si seguimos creyendo que la pobreza es culpa de quienes la padecen, legitimamos la aporofobia y la exclusión. Si seguimos administrando miseria sin desafiar estructuras, traicionamos el Evangelio. Estar con los pobres significa confrontar privilegios, transformar leyes, acompañar luchas, empoderar voces y exigir justicia. Significa que nuestra fe deje de ser neutral y se convierta en profecía, acción y compromiso real.
Octubre no puede ser un mes de memoria simbólica; debe ser un mes de compromiso activo y transformador. Cada rostro de la pobreza que encontramos es una llamada, un desafío, una oportunidad para vivir el Evangelio con coherencia. Estar junto a los pobres no es opción: es mandato, provocación y exigencia de justicia. Solo allí, donde la fe se encuentra con la acción transformadora y con la lucha por la dignidad, se revela la verdadera presencia de Dios entre nosotros.