El domingo 5 de octubre arrancaba oficialmente el mes ad gentes en la plaza de San Pedro con una eucaristía presidida por León XIV en la que se celebraba el doble Jubileo del mundo misionero y de los migrantes, dos realidades estrechamente unidas hoy. El Papa redoblaba el empeño de “continuar la obra de Cristo en las periferias del mundo, marcadas a veces por la guerra, por la injusticia y por el sufrimiento”. Aunque la evangelización es tarea de todos, en estos días la mirada se dirige especialmente a quienes han sentido la llamada a dejar su tierra para anunciar a Jesús de Nazaret allí donde las dificultades apenas dejan entrever las semillas y los frutos del Reino de Dios. En un escenario global de rearme y polarización, la vocación ad gentes se torna imprescindible para construir puentes, a la vez que verdaderamente heroica en estos contextos límite, aunque ellos le resten importancia. Junto a los más vulnerables ponen en riesgo sus vidas en medio de conflictos ignorados por la comunidad internacional y por los medios.
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Así sucede en Nicaragua, el país de América Latina que desde hace dos décadas ha entrado en una espiral totalitarista de la mano del presidente Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo. La reforma constitucional aprobada a comienzos de este año, que otorga un poder total a la pareja, ratifica una deriva que ha condenado a la Iglesia como un enemigo directo, por el único ‘delito’ de ser altavoz en defensa de la libertad y la democracia frente a las atrocidades cometidas por el presidente.

Foto: Parroquia Inmaculada Concepción de María Sebaco. Nicaragua
Defender la dignidad de los últimos
El secretario para las Relaciones con los Estados de la Santa Sede, Paul Richard Gallagher, dio cuenta de ello en su reciente intervención ante la Asamblea General de Naciones Unidas, donde pidió “garantizar adecuadamente las libertades religiosas y otros derechos fundamentales de los individuos y la sociedad”. Detrás de esta diplomática demanda se encuentra una persecución acuciante que se ha traducido ya en la expulsión de cerca de 260 hombres y mujeres de Iglesia, entre los que se encuentran sacerdotes, religiosos y laicos nicaragüenses. Y también misioneros. A la par, se han producido detenciones, se han prohibido celebraciones, se ha negado la personalidad jurídica a las organizaciones sociales eclesiales, se han expropiado obras educativas…
Esta represión es el peaje que se paga por hacerse uno con el pueblo sufriente y padecer con ellos la vulneración de los derechos fundamentales. Jugársela por defender la dignidad de los últimos –sea en Nicaragua, Nigeria o Tierra Santa– no puede caer en el olvido de la comunidad cristiana, que también ha de saberse misionera con su oración, su respaldo económico y su denuncia e implicación en iniciativas que abanderan el Evangelio de la libertad.