Pese a que muchos sostienen que Ortega y Murillo “han traicionado la revolución” y, tras regresar al poder en 2007, “han implantado una dictadura”, otros denuncian que, en su primera etapa en el Gobierno de Nicaragua, entre 1986 y 1990, ya mostraron ese afán tiránico.
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Así lo experimentó Nils de Jesús Hernández de la Llana, sacerdote nicaragüense asentado en Iowa, Estados Unidos, desde hace cuatro décadas. Nunca lo habría pensado cuando, tras nacer en 1968 en Nagarote, en la Diócesis de León, entró en su seminario menor en 1984. Luego, ingresó en una comunidad franciscana y, para terminar la secundaria, fue al Colegio San José, en Matagalpa. Ahí, “en 1986, ya con Ortega en el poder, me presenté a las elecciones del centro y fui elegido vicepresidente de la Asociación de Estudiantes. Lo hice contra los sandinistas, que buscaban promover su agenda política. Nosotros prometíamos una independencia real. Era un riesgo, pues ya había infiltrados por todo el país”.
Encerrona de los militares
El siguiente choque fue “cuando uniformados llegaron al colegio y nos encerraron a estudiantes del último año de secundaria en un cuarto para intimidarnos y reclutarnos para el servicio militar obligatorio. La ley nos eximía para poder terminar los estudios, pero el director permitió esa encerrona”. En protesta, Hernández promovió un paro de 72 horas. El escándalo fue mayúsculo y tuvo que hacer frente a las presiones “del director y del obispo, que insistía en que, como centro diocesano, ellos decidían. Sabíamos que estaban alineados con el Gobierno y seguimos adelante”.
Varios compañeros fueron reclutados a la fuerza y a él los franciscanos le trasladaron a otro colegio en Matiguás, donde “me exigieron mantener un perfil bajo” por ser una zona de luchas entre sandinistas y contrarrevolucionarios. Ahí, “una parroquiana me advirtió de que un militar seguía todos mis movimientos y mi vida corría ‘un gran peligro’”.
La profecía del párroco
Además, en esa época le impactó el testimonio del párroco franciscano de la comunidad (cuya identidad preserva por su seguridad), que acompañaba a los campesinos que sufrían abusos por parte de los militares. Documentó cómo les quitaban su maíz y su situación era desesperada, pero, como las autoridades le ignoraban, comenzó a denunciarlo en sus homilías.
Hasta que llegó el 3 de julio de 1987: “Me pidió que lo acompañara a visitar una comunidad asediada por los militares. No pude ir al tener un examen y fue con otro franciscano, Tomás Zavaleta. Allí, la furgoneta en la que viajaban explotó tras activarse una mina a su paso”. El párroco quedó gravemente herido… y Zavaleta murió.
Devastado por la noticia, Hernández, con solo 18 años, sabía que su sacerdocio, que ya vislumbraba en el exilio, lo dedicaría “a luchar contra toda injusticia”. Hoy, se plasma en la denuncia contra “los que quieren excluir a los inmigrantes. Dicen que Estados Unidos es la tierra de los sueños y las oportunidades, pero en este tiempo se nos trata como basura y criminales”.

