Comenzábamos el pasado miércoles 1 de octubre en Iquitos, Perú, aprendiendo este lema y mantra de la primera Cumbre Amazónica del Agua: “Somos Agua, somos Vida, somos Esperanza”. Cáritas Española fue invitada por el Vicariato Apostólico de Iquitos, hace ya casi un año en Puyo, Ecuador (durante el Comité Ampliado de la REPAM); a ser parte de esta iniciativa que pretendía unir voces, vidas, experiencias y acciones con el objetivo “loco” de cambiar la realidad de violación del derecho al agua en la Panamazonía.
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En un esfuerzo tremendo a nivel de infraestructura, para que casi 400 personas, pudiéramos dialogar, rezar y debatir sobre dicha realidad durante tres días. El trabajo de preparación, seguimiento y ejecución llevado por la Vicaría del Agua ha sido ingente, alucinante, abrumador.
Y lo hemos conseguido. Comunidades campesinas, indígenas y ribereñas, organizaciones y entidades, vicariatos de Ecuador y Perú, juristas, teólogas y teólogos, científicas, comunicadores, promotores y agentes sociales y culturales; misioneras y misioneros laicos, congregaciones religiosas, sacerdotes, obispos, cardenales… y, sobre todo, las víctimas. Verdaderas protagonistas del análisis de la realidad y de las propuestas de futuro.
Vivir entre ríos, y no tener agua
Este era el testimonio de un defensor del agua ante el Relator Especial de las Naciones Unidas para el Derecho al Agua y el Saneamiento, Pedro Arrojo, la tarde previa al inicio de la Cumbre; en un encuentro especial que tuvo con comunidades ribereñas e indígenas de las poblaciones cercanas a Iquitos en la Vicaría del Agua. “Los ríos Amazonas, Nanai e Itaya siempre fueron la vida de nuestras comunidades. Hoy son muerte para nosotros”.
Uno de los círculos de diálogo, referido al “Sueño Social” de Francisco en “Querida Amazonía” lo expresaba de la siguiente manera: “Al agua le duele ser veneno, oler mal. Le duele ser causa de muerte y no de vida. Ser fuente de conflictos, no de paz y dignidad. Le duele que le hayamos quitado su color azul”.
Porque los ríos, las quebradas, las cuencas, las vertientes, las aguas subterráneas, viajan llenas de mercurio, arsénico y cianuro de la minería, de los megaproyectos de petróleo, gas y electricidad; sobreviven en los barrios de los asentamientos urbanos en medio de los tóxicos de hospitales y de la industria sin procesamientos de agua, y en poblaciones informales sin saneamiento y alcantarillados, con sus aguas residuales sin tratar.
Donde antes había salud y vida a borbotones, ahora hay enfermedad, imposible acceso a sanidad, y la obligación de pagar agua potable envasada o proporcionada por camiones cisterna. Las políticas públicas, concretas y efectivas, brillan por su ausencia; y las sentencias de los tribunales nacionales e internacionales no son debidamente ejecutadas, multiplicando el dolor interminablemente.
“Si no vamos, los matan a ellos”
Desde el Vicariato de Aguarico, la mañana final de la Cumbre el viernes 3 de octubre; nos llegaba el grito de Alejandro Labaka e Inés Arango previo a su martirio. Cada día más urgente y necesario.
Que nos mandata a llevar a cabo todo tipo de acciones y procesos necesarios para que globalmente se afronte esta catástrofe medio ambiental; que supone que el lugar donde se acumula el mayor porcentaje mundial de agua dulce, la misma se encuentre contaminada con metales pesados, venenos químicos y biológicos, sedimentos producto de la erosión de los terrenos adyacentes, que han llevado al límite su equilibrio como ecosistema y son un atentado a su biodiversidad.
La Iglesia católica en la Panamazonía así lo está haciendo. Está “yendo”, está denunciando, está marchando, para que no sigan enfermándose y muriendo tantas niñas y niños, mayores, mujeres y hombres, en cada rincón de sus cientos de ríos y fuentes de agua.
Es una Iglesia en salida, siguiendo la estela de Francisco.
Esperanza en acción
El cardenal Pedro Barreto, presidente de la Conferencia Eclesial de la Amazonía (CEAMA), nos animaba a “cambiar” el lema de la primera Cumbre Amazónica del Agua (la 2ª será en octubre de 2027, en Puerto Maldonado): “Somos Iglesia. Somos Agua. Somos Vida. Somos esperanza en acción”.
Introducía así dos elementos: que somos Iglesia, y, por tanto, universales, y por lo tanto comunidad; alrededor de Cristo y su Proyecto del Reino de Paz, Justicia, Amor y Libertad. Que la Panamazonía somos todas y todos, fuera y dentro de su territorialidad geográfica. Que “amazonizarnos” conlleva caminar en red hacia una ecología integral y una casa común, porque cabemos todas, porque el camino es muy largo, lento y doloroso y nadie es sobrante.
Y, en segundo lugar, que la esperanza se mueve, está en acción, no sólo es el título de una canción. Quiere ser vida, y quiere hacer realidad otro mundo posible. El que Francisco imaginó con sus cuatro sueños, social, cultural, ecológico y eclesial.
Parafraseando a la poetisa iquiteña Ana Varela, “volver a ser un mar azul, la Amazonía”.