Fue durante una conversación al uso. Compartí con él el diagnóstico de un familiar. Sin más. Porque teníamos cita médica después de nuestro encuentro fortuito. A partir de ahí, no hubo un solo diálogo entre ambos que no comenzara con una pregunta por su parte sobre el diagnóstico y la evolución. Y, por supuesto, encomendando su mejoría. Cuidar. José Antonio Álvarez, obispo auxiliar y delegado informal de la cultura del cuidado. Esa de la que tanto adolece una Iglesia que se sabe huérfana de acompañamiento a los suyos. Esa que cultivó aquel que tantos años estuvo volcado en la formación de quienes sueñan con ser servidores del Pueblo de Dios.
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Apenas llevaba un año y medio como obispo auxiliar de Madrid. Tiempo más que suficiente para constatar que prácticamente nada más recibir la mitra y el báculo dejó de estar en prácticas. Porque la capital no deja margen para periodos de adaptación. Lo sabía él y quienes vieron en él a un hombre capaz de respaldar al cardenal José Cobo en ese proceso de resituar a la Archidiócesis según la brújula del Vaticano II. Desde el sosiego. O mejor, desde la moderación que da llevar 25 años como sacerdote. Esa que vilipendian los extremos y que él llevaba a gala en lo cotidiano, demostrando que la centralidad en Cristo, pero también en lo eclesial, en lo político y eclesial, no es sinónimo de tibieza o una neutralidad que exime del compromiso.
Infarto fulminante
Ecuanimidad como virtud de un hombre que se sabía cura. Cura en la literalidad ministerial, pero también en el verbo. Obispo auxiliar, porque salía al auxilio. Lo suyo era sanar heridas que otros habían provocado previamente para encaminar, enderezar o reconducir. Lo sabían en Manos Unidas, a los que supo alentar en su empeño porque nadie se olvide de los que están en las periferias de la periferias. Lo corroboraban sus hermanos sacerdotes, que reconocían y reconocen en él al artesano capaz de tejer una comunión, en no pocas ocasiones rasgadas por tiras y aflojas de quienes han buscado hacer camarillas de las sacristías. Lo comenzaban a percibir en San Dámaso, apreciando cómo el vicecanciller, lejos de ser una carabina, era el pastor que apacienta. Con el don del consejo. Es que solo daba aquel que eligió como lema sacerdotal aquel Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero de Pedro, que renovó como compromiso episcopal en un sígueme que hablaba de una entrega sin límites.

El cardenal arzobispo de Madrid, José Cobo, junto a los obispos auxiliares José Antonio Álvarez y Vicente Martín
Todo se truncó cuando se despedía septiembre del calendario. Un infarto fulminante a los 50 años. Después de un día de trabajo, de vida y de compartir como cualquier otro. Presidiendo el rezo del ángelus en Bailén con el resto del equipo de la Archidiócesis. Pero la noche llegó. Se sintió mal. Avisó a Cobo, que llamó a urgencias. Pero no hubo margen de maniobra. De un segundo a otro, se quebraban proyectos. Se frenaban en seco expectativas de futuro puestas en él. Se multiplicaban las lágrimas en el clero, sus obispos hermanos y su purpurado amigo.
“Todos necesitamos acoger el don de la esperanza, que es la razón por la que vivir y desde dónde vivimos y para qué vivimos”. Lo decía hace unos meses en un curso para nuevos evangelizadores organizado por la Delegación Episcopal de Catequesis. Aun con la esperanza en el Resucitado o en la resurrección, con la muerte de José Antonio Álvarez, a Madrid le cuesta, al menos en estos días, un poco más esperar.
