En las últimas semanas, España ha vivido una intensa conversación pública sobre la libertad religiosa, a raíz de la decisión del ayuntamiento de Jumilla (Murcia) de impedir celebraciones religiosas musulmanas en un espacio deportivo municipal. La medida ha sido interpretada por la Comisión Islámica de España y por la Conferencia Episcopal Española como un acto discriminatorio, contrario a la Constitución y a los principios de una sociedad democrática.
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La controversia no se ha limitado a la esfera civil. Dentro del propio episcopado han surgido voces disonantes. Mientras la CEE defendía el derecho de toda confesión a manifestar públicamente su fe, el arzobispo de Oviedo empleó expresiones que han sido percibidas como ofensivas hacia la comunidad musulmana, reavivando heridas históricas y alimentando el clima de tensión. Estas diferencias ponen de manifiesto que, incluso dentro de la Iglesia, el modo de encarnar el Evangelio en situaciones concretas requiere discernimiento, prudencia y, sobre todo, fidelidad al mandamiento del amor.
La perspectiva del Evangelio
Jesús fue muy claro: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). No hay excepciones étnicas, culturales ni religiosas en esta frase. El prójimo es siempre la persona concreta que tenemos delante, sea quien sea. El Evangelio no se limita a defender un principio abstracto de tolerancia; nos impulsa a abrirnos al otro, incluso —y, sobre todo— cuando es diferente.
La legislación española recoge este espíritu en su artículo 16.1 de la Constitución, que garantiza la libertad religiosa y de culto. España, como Estado aconfesional, no promueve una religión por encima de otra, pero sí protege el ejercicio de todas. Este marco legal es un reflejo, aunque imperfecto, del llamado evangélico a la justicia y a la dignidad humana.
La experiencia de vivir como minoría
Hablo desde una experiencia vivida en primera persona. Durante 18 años serví en Tayikistán, un país de mayoría musulmana, como superior eclesiástico de la “Missio Sui Iuris” y al mismo tiempo como agregado cultural en la Nunciatura Apostólica. Allí, los cristianos éramos una minoría muy pequeña y, en no pocas ocasiones, observados con recelo. Sin embargo, descubrí que el verdadero camino hacia la convivencia no pasaba por la confrontación, sino por el diálogo sincero y la cooperación leal.
En ese contexto, comprendí que la libertad religiosa no es únicamente un derecho que se reclama ante las leyes, sino sobre todo una actitud que se cultiva cada día. No consiste en “tolerar” al otro desde la distancia, como quien soporta algo ajeno, sino en convivir, conocerse y, siempre que sea posible, enriquecerse mutuamente. Porque la cercanía derriba prejuicios y el respeto abre la puerta a la amistad.
Esta experiencia me hace comprender que la defensa de la libertad religiosa aquí en España no puede basarse en la reciprocidad (“te doy si tú me das”), sino en la coherencia con nuestros principios. El Evangelio no nos llama a amar solo a quien nos ama, sino también a quien nos rechaza (Mt 5,44).
La memoria histórica de España
España no es ajena al encuentro con culturas y religiones distintas. La historia de la evangelización en América es compleja y con luces y sombras. Junto a abusos y violencias que no deben negarse, hubo también una defensa firme de la dignidad humana frente a prácticas deshumanizadoras. Basta recordar el caso de algunas culturas como la maya, donde los sacrificios humanos eran habituales, y la voz de misioneros y teólogos como el dominico Bartolomé de las Casas que, desde la fe, se alzaron contra esas prácticas.
Ese pasado nos recuerda que el contacto entre culturas no es neutral: puede ser ocasión de opresión o de enriquecimiento mutuo. La clave está en cómo se encarna el encuentro: desde el dominio o desde el servicio, desde la imposición o desde el diálogo.
El desafío actual
Ante situaciones como la de Jumilla, la pregunta que nos debemos hacer no es solo qué dice la ley (aunque la ley es fundamental), sino cómo podemos vivir el Evangelio en la plaza pública. ¿Defendemos la libertad religiosa porque creemos que es un derecho inalienable de toda persona? ¿O la defendemos solo cuando nos beneficia?
En un mundo donde, en muchos países musulmanes, la libertad religiosa para los cristianos es limitada o inexistente, la tentación natural es exigir reciprocidad estricta. Pero el Evangelio nos llama a ir más allá: a ser testigos, incluso cuando eso suponga dar más de lo que recibimos. Ser fieles a Cristo es mantener la coherencia, aunque el otro no lo sea.
No te dejes vencer por el mal
La libertad religiosa no es una concesión que la mayoría hace a la minoría; es un pilar que sostiene la dignidad de toda persona. Defenderla para todos, incluso para aquellos que no la concederían a los nuestros, es un acto de coherencia evangélica y una inversión en una convivencia más humana.
Como enseña san Pablo: “No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien” (Rom 12,21). En el contexto actual, eso significa responder a la intolerancia con justicia, a la sospecha con diálogo, y a la discriminación con una defensa incondicional de la dignidad humana.
Para concluir, cuando defendemos la libertad del otro, incluso del que piensa distinto, estamos defendiendo la nuestra y honrando el Evangelio.