La serie ‘El juego del calamar’ se ha convertido en un fenómeno de masas, batiendo récords de audiencias y haciéndose presente en la vida cotidiana a través de la mercadotecnia. Se trata de una radiografía de la sociedad contemporánea que merece la pena analizar. El diagnóstico es claro: la sociedad está aquejada de una grave enfermedad moral.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
La historia sucede en Corea del Sur pero los telespectadores del otro lado del mundo reconocen los síntomas en su propio cuerpo. Después de todo, en la aldea global compartimos mercancías y valores, pero también enfermedades. De modo que los posibles remedios tendrán que venir de la misma botica, en base a hierbas que crezcan en Oriente y Occidente. Los actores sociales han perdido los papeles. No se comportan como seres humanos sino como dioses o como animales. Los organizadores del juego son dioses con distinto poder que juegan con lo más sagrado, la vida humana.
La omnisciencia otorga la omnipotencia más que nunca en una sociedad del conocimiento y de la información. La elección del juego como actividad central sobre la que pivota el argumento, es decir, con la que reescribir la historia, así lo indica, pues quien conozca los trucos del juego tiene ventajas. Los participantes actúan también como animales desempeñándose y despeñándose en la selva del neoliberalismo posmoderno, un contexto urbano y oscuro, plásticamente reflejado en escenas nocturnas de factura Bladerunneriana.
En realidad, el darwinismo es un ingrediente constante en la organización social definido por el grado de competencia que se da entre sus miembros. En los viejos tiempos, con el tipo social dominante del guerrero, alcanza sus tonos más llamativos, al basarse en la fuerza.
Un punto de inflexión
A medida que la sociedad se sofistica la competencia pasa a desarrollarse en un terreno intelectual, pero con unos efectos parecidos, sólo limitados por una voluntad política que en la actual etapa neoliberal brilla por su ausencia más que en el pasado reciente, si bien en el siglo pasado encontramos pantanos horripilantes donde millones de humanos han sido víctimas de grandes predadores.
En una selva, los cachorros de las especies dominantes juegan a pelear. Existen hoy programas de televisión donde los humanos los imitan poniendo a prueba sus competencias para sobrevivir. Si su vida peligra, pueden dar marcha atrás, como en la serie. En ambos tipos de animales, el juego sirve para aprender técnicas de supervivencia.
Los telespectadores aprenden de forma indirecta con una ventaja: se divierten más que sufren. De hecho, tendemos a convertir todo en juego, en celebración. Este es una de las razones más importantes por las cuales la serie ha dado en el clavo a la hora de escanear la sociedad actual. Refleja un punto de inflexión en la evolución cultural. La humanidad se ha cansado de ser civilizada, de poner límites al juego social, de lograr la paz social a cambio de una vida poco excitante.
Es un hartazón que se ha ido cocinando en el último siglo. Faltaban sin embargo algunas especias para que el plato fuera lo suficientemente atractivo como para ser engullido: el neoliberalismo, la globalización, y la tecnología. Cuando la evolución tecnológica llega a un punto en que consigue mezclar lo real con lo virtual, es de ingenuos pensar que lograremos distinguir los ingredientes siempre. Cuando ambos se funden y se confunden, es el juego el que controla la vida, y no al revés.
El juego del calamar revoluciona la positiva interpretación del carácter lúdico del ser humano clásicamente expuesta por Huizinga en Homo Ludens. Habría que expresarlo a la manera incisiva de Baudrillard: nos hemos pasado de revoluciones, estamos empantanado en el hiperjuego. Allí, el juego pierde su función protectora al enseñar a respetar las reglas que lo rigen y por tanto la convivencia. Importa el éxito más que los medios legítimos para conseguirlo.
Romper las reglas
Borramos la primera regla no escrita del juego: la de saber perder. De lo contrario, el hecho de que las reglas sean autoimpuestas no garantiza que sean respetadas. Es lo que subyace a la corrupción en las sociedades denominadas “avanzadas”, calificativo que parece irónico.
Allí donde más se ha desarrollado esa nave que llamamos democracia, allí donde más respeto debería haber por la igualdad ante la ley, seguimos viendo con ojos incrédulos cómo las vías de agua que abre la corrupción en el barco siguen siendo constantes.
La corrupción no es otra cosa que romper las reglas del juego jugando con ventaja. En la serie, parecería coherente con el guion que algún jugador ofreciera parte de su ganancia al carcelero a cambio de información privilegiada sobre el siguiente juego que le otorgara más probabilidades de salvación. Tal cosa ocurre en las cárceles reales, en grados más o menos llamativos.
Huizinga nos enseñó que no hay que tomarse el juego a la ligera. Pero eso es así porque, como insistía Levinas, la responsabilidad ética es algo muy serio. Y sin embargo, cuando todo se convierte en juego la realidad se frivoliza y la vida pierde valor. Un adolescente puede entonces asesinar sin tener conciencia de ello, como si formara parte de una partida de videojuegos, desoyendo el mandato ético principal: No matarás.
¿Por qué los jugadores no dan marcha atrás para seguir viviendo? En principio, porque en la vida real están endeudados o cargan con estigmas que hace de sus vidas un infierno, como su orientación sexual o su procedencia extranjera. Pero extendamos la pregunta a todos sus compatriotas y tratemos de responderla a la luz de los sistemas de creencias que están hechos para ello. Las religiones más seguidas en Corea del Sur son el protestantismo y el budismo.
Como observó Schopenhauer, si tomamos al Nuevo Testamento como la parte inspiradora fundamental de la primera, ambas coinciden en su visión de este mundo como Valle de Lágrimas o Samsara, lugar donde se sufre con la esperanza de llegar a otro mejor.
Los jugadores
¿Por qué deberían entonces asombrarse los ciudadanos miembros de esta nación de la situación negativa de la que parten? ¿No deberían estar prevenidos? Ambas religiones coinciden igualmente en otra parte fundamental, la ética, sustituyendo la venganza por el amor a los enemigos. En la versión española de la oración central del cristianismo, se decía: Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
La condonación va unida al perdón como concepto más amplio que aglutina las relaciones humanas y dirige, consecuentemente a la compasión y la solidaridad. Son proverbiales aquí las palabras de los evangelistas: “Pedid, y se os dará… Llamad, y se os abrirá”.
Los jugadores objetarán que tanto el Estado como los pudientes no les abrieron las puertas cuando se lo pidieron. Pero tampoco esto sería una excusa. Tendrían que leer esa historia narrada por san Francisco en la que intenta explicar a su compañero de aventuras en qué consiste la perfecta alegría, una extraña florecilla que brota justamente en situaciones en las que los tuyos -ni siquiera “los otros” sino “nos-otros”, se niegan a darnos albergue en medio del infierno desatado por la tempestad y el hambre.
Alguien podría alegar que el problema está en que la mitad de los surcoreanos no son creyentes, y que muchos de los que se declaran partidarios de una religión no la practican realmente. Una fotografía que también apreciamos en las antípodas.
En un Estado aconfesional y democrático sería la educación la encargada de inculcar a los ciudadanos jugadores algo que rezan las constituciones y que supuestamente rigen los planes de estudios: el derecho de todos a una vida digna. Ahor bien, el sistema educativo no sólo no cumple esa sagrada función sino le pone trabas, inculcando un espíritu de competitividad que se traslada a las probabilidades de encontrar trabajo y que puede resultar mortal.
El juego de la guerra
En nuestro pequeño país, según el Barómetro Juvenil sobre Salud y Bienestar de 2021, un 66,9% de jóvenes de entre 15 y 19 años confiesan estrés debido a los estudios, en una proporción mayor las mujeres. Una epidemia pequeña si la comparamos con las que aquejan algunos países asiáticos.
En Corea del Sur, en concreto, algunas ONGs han puesto en marcha programas para que algunos padres se aíslen en habitaciones minúsculas, sin pantallas, con las paredes vacías, para intentar comprender lo que experimentan sus hijos. El fenómeno Hikikomori, surgido en Japón hace años, afecta a decenas de miles de adolescentes y jóvenes que se encierran en sus cuartos y descuidan su salud. Se han visto obligados a desconectar de forma radical, incluso con la vida.
Si la educación, que es la institución social obligatoria que sustituye a la Iglesia en las sociedades modernas a la hora de inculcar valores, no ofrece ninguna esperanza, de mala manera los guionistas de la serie van a hallar en ella la solución, es decir, el final. No les queda otro remedio que volver de nuevo la vista a las raíces filosóficas y religiosas antes mencionadas.
La solución está en el tercer ingrediente que las une, el avatar, una palabra que tiene varios sentidos con los que podemos jugar aquí. Por avatares de la vida, el actor principal, a través de la identidad virtual que le presta el protagonista (un avatar), acaba dando su vida por los demás, unos que no son exactamente sus seres queridos. Con ello se convierte en avatar, es decir en la encarnación humana de una divinidad, Buda o Cristo.
Desgraciadamente, hay seguidores de otras religiones que se inspiran más en el lado justiciero y vengativo de la divinidad que su lado fascinante y amoroso. También ellos juegan a un juego tremendamente mortal: el juego de la guerra.
