Era el amigo, el hermano, el agustino, el obispo, el misionero de a pie por los caminos de un barrio marginal en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Su nombre: Antonio Nicolás Castellanos Franco. Había nacido en un sencillo pueblo del páramo leonés que floreció al entrar regadío en sus surcos, signo de su vida y misión, a lo que cabría añadir que en su infancia fue líder de uno de los dos grupos que corrían por sus calles.
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Dejaremos en simple mención su proceso formativo y vocacional en el ámbito agustiniano de Palencia, La Vid y Roma. Resumimos en dos palabras sus tareas de educador, también en Palencia, participando como voz del Concilio en el Consejo Presbiteral. Y nos limitamos a reseñar su misión creativa como provincial de la orden.
Y volvemos a Palencia. El 30 de septiembre de 1978 fue ordenado obispo de la Iglesia local del Señor que vive en este pueblo y en esta tierra. Creo elocuente señalar tres datos muy cuidados. El espacio celebrativo tuvo lugar en el ámbito catedralicio de su plaza como símbolo de una Iglesia de puertas abiertas. La palabra clave, por él pronunciada, fue: seamos Iglesia renovada de la comunión. Y dos gestos: despojarse realmente de todo ropaje y empezar a vivir en la sencillez de un vecino más.
Obispo itinerante
Desde ese día, mostró ser un obispo itinerante por los caminos que llevan a tantos pequeños pueblos. Buscaba, tenaz y sin fatiga, la cercanía del amor fraterno, la encarnación en la realidad cotidiana, la presencia en cada comunidad, el compartir ciudadano con la vida de cada pueblo y distrito de la ciudad. Conoció cada camino y le conocieron en cada encuentro por una relación de igualdad en lenguaje y corazón.
La pedagogía, su especialidad, se tradujo en un plan prospectivo de acción en el ejercicio de su ministerio, en dos etapas. La primera, acentuada por la propuesta compartida de caminar hacia ser Iglesia renovada de la comunión según el Vaticano II. El inicio de ese camino consistió en el encuentro personal con cada presbítero y en la escucha del pueblo de Dios mediante los cauces existentes. La redacción fue dialogada, discernida y formulada en colegialidad presbiteral. Su realización se planteó como gracia del Espíritu a la libertad, aliento apostólico a compartir y proceso vital que dinamizara la comunión, participación, corresponsabilidad y subsidiaridad respetando las responsabilidades otorgadas. Estaba presente su agustiniano lema episcopal (que, junto a una cruz, conformaba todo su escudo): unidad, libertad, caridad.
La segunda etapa culminó esa comunión, la selló y la puso al servicio de la misión: una Iglesia local que es pueblo de Dios en misión.
Dejamos al margen la configuración eclesiológica, más que clerical, de las zonas pastorales existentes, la creación interaccionada de consejos diocesanos y la participación episcopal en la comunión de la Iglesia en Castilla.
Nos centramos en dos acontecimientos singulares. El primero, la celebración del XXV Sínodo Diocesano. Su memoria sigue viva en las comunidades: una Iglesia discípula del Señor, familia de hijos y hermanos, servidora del mundo para el Reino, una Iglesia en misión. Y, luego, la singularidad de una asamblea presbiteral en la que participaron la práctica totalidad de los presbíteros.
Misionero en Bolivia
Al término de los trece años de su ministerio episcopal, la Iglesia y la sociedad españolas se despertaron con el asombro de que el obispo Nicolás, con 56 años, partiría como un misionero más a tierras de misión en Bolivia por fidelidad a Jesucristo, su amor, y por su opción preferencial por los pobres.
Tuve la gracia de presidir el envío a misiones de Nicolás, junto con una fraternidad apostólica eclesial. Llevaban un tiempo encontrándose, orando, discerniendo, buscando un lugar, en el mundo rural o en las periferias urbanas, y pidiendo acogida. Ese día todo brillaba con la claridad de la gloria del Padre. La Palabra y la mesa de la Eucaristía fueron fuente, gozo y meta del camino que emprendían. La acogida se la daba el cardenal Terrazas, arzobispo de Santa Cruz; la tierra, un arenal a las afueras de la ciudad; y el pueblo, un poblado multiplicado por miles de gentes empobrecidas llegadas a la ciudad.
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